Freud, S. - Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos

Nota introductoria
Mis trabajos y los de mis discípulos sustentan con decisión cada vez mayor el reclamo de que los análisis de neuróticos penetren también en el primer período de la infancia, la época del florecimiento temprano de la vida sexual. Sólo si se exploran las primeras exteriorizaciones de la constitución pulsional congénita, así como los efectos de las impresiones vitales más tempranas, es posible discernir correctamente las fuerzas pulsionales de la posterior neurosis y precaverse de los errores a que inducirían las refundiciones y superposiciones producidas en la edad madura. Este reclamo no sólo reviste importancia teórica sino también práctica, pues diferencia nuestros empeños del trabajo de aquellos médicos que, siendo su orientación exclusivamente terapéutica, se sirven durante cierto trecho de métodos analíticos, Un análisis así de la primera infancia es lento, trabajoso, y plantea a médico y paciente exigencias con cuyo cumplimiento no siempre transige la práctica. Además, lleva a regiones oscuras, para atravesar las cuales nos siguen faltando las señales indicadoras. La situación es tal, yo creo, que uno puede tranquilizar a los analistas: por varias décadas su trabajo científico no corre peligro de mecanizarse y así perder interés.
En lo que sigue comunico un resultado de la investigación analítica que sería muy importante si pudiera demostrarse su validez universal. ¿Por qué no pospongo la publicación hasta que una experiencia más rica me brinde esta prueba, si se la puede producir? Porque en las condiciones de mi trabajo ha sobrevenido un cambio cuyas consecuencias no puedo desmentir. Yo no me he contado entre quienes son incapaces de reservarse durante algún tiempo una novedad conjeturada, a la espera de su corroboración o rectificación. Antes de publicar La interpretación de los sueños (1900a) y «Fragmento de análisis de un caso de histeria» (1905e) (el caso de «Dora») esperé, si no los nueve años que recomienda Horacio, entre cuatro y cinco años; pero en esa época veía por delante un tiempo de extensión ilimitada --«oceans of time», como dijo un amable poeta-, y el material me afluía con tanta abundancia que casi me abrumaban las nuevas experiencias. Por añadidura, era el único trabajador en un nuevo campo, y mi reserva no significaba peligro alguno para mí ni perjuicios para otros.
Ahora todo eso ha cambiado. El tiempo que tengo ante mí es limitado, ya no lo aprovecho completamente en el trabajo, y por eso no son tan abundantes las oportunidades de hacer nuevas experiencias. Cada vez que creo ver algo nuevo, dudo si me es posible esperar su corroboración. Por otra parte, ya se agotó lo que se agita en la superficie; el resto debe recogerse de lo profundo con laborioso empeño. Y por último, ya no estoy solo: un grupo de diligentes colaboradores está dispuesto a sacar partido aun de lo inacabado, de lo discernido sin seguridad, y puedo confiarles la parte del trabajo de que yo mismo me habría encargado en otras circunstancias. Por eso me siento con derecho, esta vez, a comunicar algo que urgentemente requiere prueba antes de que pueda discernirse su valor o disvalor.
Cuando hemos indagado las primeras plasmaciones psíquicas de la vida sexual en el niño, en general tomamos por objeto al varoncito. Suponíamos que en el caso de la niña todo sería semejante, aunque diverso de alguna manera. No quería aclarársenos el lugar del proceso de desarrollo en que se hallaría esa diversidad.
La situación del complejo de Edipo es la primera estación que discernimos con seguridad en el varoncito. Nos resulta fácilmente inteligible porque en ella el niño retiene el mismo objeto al que ya en el período precedente, el de lactancia y crianza, había investido con su libido todavía no genital. También el hecho de que vea al padre como un rival perturbador a quien querría eliminar y sustituir se deduce limpiamente de las constelaciones objetivas {real}. Y ya en otro lugar he expuesto que la actitud (postura) edípica del varoncito pertenece a la fase fálica, y que se va al fundamento {zuarunde gehen) por la angustia de castración, 0 sea, por el interés narcisista hacia los genitales. Ahora bien, hay una complicación que dificulta nuestro esclarecimiento: aun en el varoncito, el complejo de Edipo es de sentido doble, activo y pasivo, en armonía con la disposición bisexual. También él quiere sustituir a la madre como objeto de amor del padre; a esto lo designamos como actitud femenina.
En lo tocante a la prehistoria del complejo de Edipo en el varoncito, falta mucho para que todo nos resulte claro. Hemos aprendido que hay en ella una identificación de naturaleza tierna con el padre, de la que todavía está ausente el sentido de la rivalidad hacía la madre. Otro elemento de esta prehistoria es el quehacer masturbatorio con los genitales, siempre presente, en mi opinión; es el onanismo de la primera infancia, cuya sofocación más o menos violenta, por parte de las personas encargadas de la crianza, activa al complejo de castración. Suponemos que este onanismo es dependiente del complejo de Edipo y significa la descarga de su excitación sexual. Pero no sabemos con seguridad si esa es desde el comienzo su referencia, o si más bien emerge espontáneamente- como quehacer de órgano y sólo mas tarde queda anudado al complejo de Edipo; esta última posibilidad es, con mucho, la más verosímil. También sigue siendo dudoso el papel de la enuresis y su deshabituación por obra de la educación. Preferimos esta síntesis simple: el hecho de que el niño siga mojándose en la cama sería el resultado del onanismo, y el varoncito apreciaría su sofocación como una inhibición de la actividad genital y, por tanto, en el sentido de una amenaza de castración. Pero está por verse si esa fórmula es cierta en todos los casos. Finalmente, el análisis nos permite vislumbrar que acaso la acción de espiar con las orejas el coito de los progenitores a edad muy temprana dé lugar a la primera excitación sexual y, por los efectos que trae con posterioridad {nachträglich}, pase a ser el punto de partida para todo el desarrollo sexual. El onanismo, así como las dos actitudes del complejo de Edipo, se anudarían después a esa impresión, subsiguientemente interpretada. Empero, no podemos suponer que esas observaciones del coito constituyan un suceso regular, y en este punto nos topamos con el problema de las «fantasías primordiales». Es mucho, pues, lo que permanece inexplicado respecto de la prehistoria del complejo de Edipo incluso en el varoncito, y todavía está sujeto a examen si ha de suponerse siempre el mismo proceso, o si son estadios previos muy diferentes entre sí los que confluyen en idéntica situación final.
A más de los problemas del complejo de Edipo en el varón, el de la niña pequeña esconde otro. Inicialmente la madre fue para ambos el primer objeto, y no nos asombra que el varón lo retenga para el complejo de Edipo. Pero, ¿cómo llega la niña a resignarlo y a tomar a cambio al padre por objeto? Persiguiendo este problema he podido hacer algunas comprobaciones que acaso echen luz, justamente, sobre la prehistoria de la relación edípica en la niñita.
Todo analista ha tomado conocimiento de mujeres que perseveran con particular intensidad y tenacidad en su ligazón-padre y en el deseo de tener un hijo de él, en que esta culmina. Hay buenas razones para suponer que esta fantasía de deseo fue también la fuerza pulsional de su onanismo infantil, y uno fácilmente recibe la impresión de hallarse frente a un hecho elemental, no susceptible de ulterior resolución, de la vida sexual infantil. Pero precisamente un análisis de estos casos, llevado más a fondo, muestra algo diverso: que el complejo de Edipo tiene en ellos una larga prehistoria y es, por así decir, una formación secundaria.
Según puntualiza el viejo pediatra Lindner [1879], el niño descubre la zona genital dispensadora de placer -pene o clítoris- durante el mamar con fruición (chupeteo), (ver nota) No quiero entrar a considerar si el niño efectivamente toma esta fuente de placer recién ganada como sustituto del pezón materno que perdió hace poco; posteriores fantasías (fellatio) quizás apunten en esa dirección. En suma: la zona genital es descubierta en algún momento, y no parece justificado atribuir un contenido psíquico a los primeros quehaceres del niño con ella. Ahora bien, el paso siguiente en la fase fálica que así ha comenzado no es el enlace de este onanismo con las investiduras de objeto del complejo de Edipo, sino un descubrimiento grávido en consecuencias, circunscrito a la niña pequeña. Ella nota el pene de un hermano o un compañerito de juegos, pene bien visible y de notable tamaño, y al punto lo discierne corno el correspondiente, superior, de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene.
He aquí una interesante oposición en la conducta de ambos sexos: en el caso análogo, cuando el varoncito ve por primera vez la región genital de la niña, se muestra irresoluto, poco interesado al principio; no ve nada, o desmiente su percepción, la deslíe, busca subterfugios para hacerla acordar con su expectativa. Sólo más tarde, después que cobró influencia sobre él una amenaza de castración, aquella observación se le volverá significativa; su recuerdo o renovación mueve en él una temible tormenta afectiva, y lo somete a la creencia en la efectividad de la amenaza que hasta entonces había echado a risa. Dos reacciones resultarán de ese encuentro, dos reacciones que pueden fijarse y luego, por separado o reunidas, o bien conjugadas con otros factores, determinarán duraderamente su relación con la mujer: horror frente a la criatura mutilada, o menosprecio triunfalista hacia ella. Pero estos desarrollos pertenecen al futuro, sí bien a uno no muy remoto.
Nada de eso ocurre a la niña pequeña. En el acto se forma su juicio y su decisión. Ha visto eso, sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo.
En este lugar se bifurca el llamado complejo de masculinidad de la mujer, que eventualmente, si no logra superarlo pronto, puede deparar grandes dificultades al prefigurado desarrollo hacia la feminidad. La esperanza de recibir alguna vez, a pesar de todo, un pene, igualándose así al varón, puede conservarse hasta épocas inverosímilmente tardías y convertirse en motivo de extrañas acciones, de otro modo incomprensibles. 0 bien sobreviene el proceso que me gustaría designar desmentida, que en la vida anímica infantil no es ni raro ni muy peligroso, pero que en el adulto llevaría a una psicosis. La niñita se rehusa a aceptar el hecho de su castración, se afirma y acaricia la convicción de que empero posee un pene, y se ve compelida a comportarse en lo sucesivo como si fuera un varón.
Las consecuencias psíquicas de la envidia del pene, en la medida en que ella no se agota en la formación reactiva del complejo de masculinidad, son múltiples y de vasto alcance. Con la admisión de su herida narcisista, se establece en la mujer -como cicatriz, por así decir- un sentimiento de inferioridad. (ver nota) Superado el primer intento de explicar su falta de pene como castigo personal, y tras aprehender la universalidad de este carácter sexual, empieza a compartir el menosprecio del varón por ese sexo mutilado en un punto decisivo y, al menos en este juicio, se mantiene en paridad con el varón. (ver nota)
Aunque la envidia del pene haya renunciado a su objeto genuino, no cesa de existir: pervive en el rasgo de carácter de los celos, con leve desplazamiento. Es verdad que los celos no son exclusivos de uno solo de los sexos, y se asientan en una base más amplia; pero yo creo, no obstante, que desempeñan un papel mucho mayor en la vida anímica de la mujer porque reciben un enorme refuerzo desde la fuente de la envidia del pene, desviada. Aun antes de reparar en esta derivación de los celos, yo había construido una primera fase para la fantasía onanista «Pegan a un niño», tan frecuente en la niña; en esa primera fase significa que otro niño, de quien se tienen celos como rival, debe ser golpeado. (ver nota) Esta fantasía parece un relicto del período fálico de la niña; la curiosa rigidez que me llamó la atención en la fórmula monótona «Pegan a un niño» probablemente admita todavía una interpretación particular. El niño golpeado-acariciado en ella no puede ser otro, en el fondo, que el clítoris mismo, de suerte que el enunciado contiene, en su estrato más profundo, la confesión de la masturbación que desde el comienzo de la fase fálica hasta épocas más tardías se anuda al contenido de la fórmula.
Una tercera consecuencia de la envidia del pene parece ser el aflojamiento de los vínculos tiernos con el objeto-madre. La concatenación no se comprende muy bien, pero uno se convence de que al final la madre, que echó al mundo a la niña con una dotación tan insuficiente, es responsabilizada por esa falta de pene. El curso histórico suele ser este: tras el descubrimiento de la desventaja en los genitales, pronto afloran celos hacia otro niño a quien la madre supuestamente ama más, con lo cual se adquiere una motivación para desasirse de la ligazón-madre. Armoniza muy bien con ello que ese niño preferido por la madre pase a ser el primer objeto de la fantasía «Pegan a un niño», que desemboca en masturbación.
Hay otro sorprendente efecto de la envidia del pene -o del descubrimiento de la inferioridad del clítoris- que es, sin duda, el más importante de todos. A menudo yo había tenido, antes, la impresión de que en general la mujer so. porta peor la masturbación que el varón, suele revolverse contra ella y no es capaz de utilizarla en las mismas circunstancias en que el varón habría recurrido sin vacilar a ese expediente. Por cierto, la experiencia mostraría incontables excepciones a esta tesis, si se la quisiera estatuir como regla. Es que las reacciones de los individuos de ambos sexos son mezcla de rasgos masculinos y femeninos. No obstante, sigue pareciendo que la naturaleza de la mujer está más alejada de la masturbación, y para resolver el problema supuesto se podría aducir esta ponderación de las cosas: al menos la masturbación en el clítoris sería una práctica masculina, y el despliegue de la feminidad tendría por condición la remoción de la sexualidad clitorídea. (ver nota) Los análisis de la prehistoria fálica me han enseñado que en la niña sobreviene pronto, tras los indicios de la envidia del pene, una intensa contracorriente opuesta al onanismo, que no puede reconducirse exclusivamente al influjo pedagógico de las personas encargadas de la crianza. Esta moción es manifiestamente un preanuncio de aquella oleada represiva que en la época de la pubertad eliminará una gran parte de la sexualidad masculina para dejar espacio al desarrollo de la feminidad. Muy bien puede ocurrir que esta primera oposición al quehacer autoerótico no logre su meta. Es lo que en efecto había sucedido en los casos analizados por mí. El conflicto prosiguió entonces, y la niña hizo en ese momento, así como más tarde, todo lo posible para liberarse de la compulsión al onanismo. Muchas exteriorizaciones posteriores de la vida sexual en la mujer permanecerían incomprensibles si no se discerniera este intenso motivo.
No puedo explicarme esta sublevación de la niña pequeña contra el onanismo fálico si no es mediante el supuesto de que algún factor concurrente le vuelve acerbo el placer que le dispensaría esa práctica. Acaso no haga falta buscar muy lejos ese factor; podría ser la afrenta narcisista enlazada con la envidia del pene, el aviso de que a pesar de todo no puede habérselas en este punto con el varón y sería mejor abandonar la competencia con él. De esa manera, el conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos esfuerza a la niña pequeña a apartarse de la masculinidad y del onanismo masculino, y a encaminarse por nuevas vías que llevan al despliegue de la feminidad.

Hasta ese momento no estuvo en juego el complejo de Edipo, ni había desempeñado papel alguno. Pero ahora la libido de la niña se desliza -sólo cabe decir: a lo largo de la ecuación simbólica prefigurada pene = hijo- a una nueva posición. Resigna el deseo del pene para remplazarlo por el deseo de un hijo, y con este propósito toma al padre como objeto de amor. (ver nota) La madre pasa a ser objeto de los celos, y la niña deviene una pequeña mujer. Si me es lícito creer en comprobaciones analíticas aisladas, en esta nueva situación puede llegar a tener sensaciones corporales que han de apreciarse como un prematuro despertar del aparato genital femenino. Y si después esta ligazón-padre tiene que resignarse por malograda, puede atrincherarse en tina identificación-padre con la cual la niña regresa al complejo de masculinidad y se fija eventualmente a él.
Ya he dicho lo esencial que tenía para decir, y aquí me detengo para echar una ojeada panorámica sobre los resultados. Hemos obtenido una intelección sobre la prehistoria del complejo de Edipo en la niña. Lo que pueda corresponderle en el varón es bastante desconocido. En la niña, el complejo de Edipo es una formación secundaria. Las repercusiones del complejo de castración le preceden y lo preparan. En cuanto al nexo entre complejo de Edipo y complejo de castración, se establece una oposición fundamental entre los dos sexos. Mientras que el complejo de Edipo del varón se va al fundamento debido al complejo de castración, el de la niña es posibilitado e introducido por este último. Esta contradicción se esclarece si se reflexiona en que el complejo de castración produce en cada caso efectos en el sentido de su contenido: inhibidores y limitadores de la masculinidad, y promotores de la feminidad. La diferencia entre varón y mujer en cuanto a esta pieza del desarrollo sexual es una comprensible consecuencia de la diversidad anatómica de los genitales y de la situación psíquica enlazada con ella; corresponde al distingo entre castración consumada y mera amenaza de castración. Entonces, nuestro resultado es en el fondo algo trivial que habría podido preverse.
En cambio, el complejo de Edipo es algo tan sustantivo que no puede dejar de producir consecuencias, cualquiera que sea el modo en que se caiga en él o se salga de él. En el varón -según lo expuse en la publicación que acabo de citar [1924d] y que sigo en general en estas páginas-, el complejo no es simplemente reprimido; zozobra formalmente bajo el choque de la amenaza de castración. Sus investiduras libidinosas son resignadas, desexualizadas y en parte sublimadas; sus objetos son incorporados al yo, donde forman el núcleo del superyó y prestan a esta neoformación sus propiedades características. En el caso normal -mejor dicho: en el caso ideal, ya no subsiste tampoco en lo inconciente ningún complejo de Edipo, el superyó ha devenido su heredero. Puesto que el pene -en el sentido de Ferenczi [1924]- debe su investidura narcisista extraordinariamente alta a su significación orgánica para la supervivencia de la especie, se puede concebir la catástrofe. {Katastrophe} del complejo de Edipo -el extrañamíento del incesto, la institución de la conciencia moral y de la moral misma- como un triunfo de la generación sobre el individuo. Punto de vista interesante este, si se reflexiona en que la neurosis estriba en una renuencia del yo frente a la exigencia de la función sexual. Pero el abandono del punte de mira de la psicología individual no nos lleva a esclarecer de entrada esos enredados vínculos.
En la niña falta el motivo para la demolición del complejo de Edipo. La castración ya ha producido antes su efecto, y consistió en esforzar a la niña a la situación del complejo de Edipo. Por eso este último escapa al destino que le está deparado en el varón; puede ser abandonado poco a poco, tramitado por represión, o sus efectos penetrar mucho en la vida anímica que es normal para la mujer. Uno titubea en decirlo, pero no es posible defenderse de la idea de que el nivel de lo éticamente normal es otro en el caso de la mujer. El superyó nunca deviene tan implacable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como lo exigimos en el caso del varón. Rasgos de carácter que la crítica ha enrostrado desde siempre a la mujer -que muestra un sentimiento de justicia menos acendrado que el varón, y menor inclinación a someterse a las grandes necesidades de la vida; que con mayor frecuencia se deja piar en sus decisiones por sentimientos tiernos u hostiles- estarían ampliamente fundamentados en la modificación de la formación-superyó que inferimos en las líneas anteriores En tales juicios no nos dejaremos extraviar por las objeciones de las feministas, que quieren imponernos una total igualación e idéntica apreciación de ambos sexos; pero si concederemos de buen grado que también la mayoría de los varones se quedan muy a la zaga del ideal masculino, y que todos los individuos humanos, a consecuencia de su disposición {constitucional} bisexual, y de la herencia cruzada, reúnen en sí caracteres masculinos y femeninos, de suerte que la masculinidad y feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas de contenido incierto.

Me inclino a conceder valor a las elucidaciones aquí presentadas acerca de las consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos, pero sé que esta apreciación sólo puede sustentarse si los descubrimientos hechos en apenas un puñado de casos se corroboran universalmente y demuestran ser típicos. De lo contrario no serían más que una contribución al conocimiento de los múltiples caminos que sigue el desarrollo de la vida sexual.
En los valiosos y ricos trabajos de Abraham (1921), Horney (1923) y Helene Deutsch (1925) sobre el complejo de masculinidad y el de castración en la mujer, hay mucho que toca de cerca a mi exposición, pero nada que coincida con ella enteramente. Valga esto, también, para justificar la publicación del presente trabajo.

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