Aquí
estamos todavía en lo de amaestrar las orejas para eI término sujeto. El que
nos da ocasión para ello permanecerá anónimo, lo cual nos ahorra tener que
remitir a todos los pasajes en que nos distinguimos más, adelante.
La
pregunta por parte de Freud el caso de Dora, si se la quisiera considerar como
cerrada aquí, sería el beneficio neto de nuestro esfuerzo por abrir de nuevo el
estudio de la transferencia al salir del informe presentado bajo este título
por Daniel Lagache, donde la idea nueva era dar cuenta de ella por el efecto
Zeigarnik. Era una idea bien a propósito para gustar en un tiempo en que eI
psicoanálisis parecía escaso de coartadas.
Habiéndose
permitido eI colega no nombrado replicar al autor del informe que también la
transferencia podría ser invocada en ese efecto, creímos encontrar en ello
ocasión favorable para hablar de psicoanálisis.
Hemos
tenido que recortar algo, puesto que también nos adelantábamos aquí mucho sobre
lo que hemos podido, en cuanto a la transferencia, enunciar desde entonces
(1966).
Nuestro
colega B. .., por su observación de que el efecto Zeigarnik parecería depender
de la transferencia más de lo que la determina, ha introducido lo que podríamos
llamar los hechos de resistencia en la experiencia psicotécnica. Su alcance
consiste en poner en valor la primacía de la relación de sujeto a sujeto en
todas las reacciones del individuo en cuanto que son humanas, y la dominancia
de esta relación en toda puesta a prueba de las disposiciones individuales, ya
se trate de una prueba definida por las condiciones de una tarea o de una
situación.
Por
lo que hace a la experiencia psicoanalítica debe comprenderse que se desarrolla
entera en esa relación de sujeto a sujeto dando a entender con ello que
conserva una dimensión irreductible a toda psicología considerada como una
objetivación de ciertas propiedades del individuo.
En
un psicoanálisis, en efecto, el sujeto, hablando con propiedad, se constituye
por un discurso donde la mera presencia del psicoanalista aporta antes de toda
intervención, la dimensión del diálogo.
Por
mucha irresponsabilidad, incluso por mucha incoherencia que las convenciones de
la regla vengan a dar al principio de este discurso, es claro que esto no son
sino artificios de hidráulico (ver observación de Dora) con el fin de asegurar
el paso de ciertos diques, y que su curso debe proseguirse según las leyes de
una gravitación que le es propia y que se llama la verdad. Es éste en efecto el
nombre de ese movimiento ideal que el discurso introduce en la realidad. En una
palabra, el psicoanálisis es una experiencia dialéctica, y esta noción debe
prevalecer cuando se plantea la cuestión de la naturaleza de la transferencia.
Prosiguiendo
mi asunto, en este sentido no tendré otro designio que el de mostrar por un
ejemplo a que clase de proposiciones se podría llegar. Pero me permitiré
primero algunas observaciones que me parecen urgentes para la dirección
presente de nuestros esfuerzos de elaboración teórica, y en la medida en que
interesan las responsabilidades que nos confiere el momento de la historia que
vivimos, no menos que la tradición cuya custodia nos está confiada.
Que
encarar con nosotros el psicoanálisis como dialéctica debe presentarse como una
orientación propia de nuestra reflexión, ¿no podemos ver en ello algún
desconocimiento de un dato inmediato, incluso del hecho de sentido común de que
en éI no se hace uso sino de palabras -y reconocer, en la atención privilegiada
concedida a la función de los rasgos mudos del comportamiento en la maniobra
psicológica, una preferencia del análisis por un punto de vista en que el
sujeto no es ya sino objeto? Si hay en efecto desconocimiento, debemos
interrogarlo según los métodos que emplearíamos en todo caso semejante.
Es
sabido que yo me inclino a pensar que en el momento en que la psicología, y con
ella todas las ciencias del hombre, han sufrido, aunque sea contra su voluntad
o incluso sin saberlo, un profundo reajuste de sus puntos de vista por las
nociones nacidas del psicoanálisis, parece producirse entre los psicoanalistas
un movimiento inverso que yo expresaría en los siguientes términos.
Si
Freud tomó la responsabilidad -contra Hesíodo, para quien las enfermedades
enviadas por Zeus avanzan hacia los hombres en silencio- de mostrarnos que hay
enfermedades que hablan y de hacernos entender la verdad de lo que dicen,
parece que esta verdad, a medida que se nos presenta más claramente su relación
con un momento de la historia y con una crisis de las instituciones, inspira un
temor creciente a los practicantes que perpetúan su técnica.
Los
vemos pues, bajo toda clase de formas que van desde el pietismo hasta los
ideales de la eficiencia mas vulgar, pasando por la gama de propedéuticas
naturalistas, refugiarse bajo el ala de un psicologismo que, cosificando al ser
humano, llegaría a desaguisados al lado de los cuales los del cientificismo
físico no serían sino bagatelas.
Pues
debido precisamente al poder de los resortes manifestados por el análisis, no
será nada menos que un nuevo tipo de enajenación del hombre el que pasará a la
realidad, tanto por el esfuerzo de una creencia colectiva como por la acción de
selección de técnicas que tendrían todo el alcance formativo propio de los
ritos: en suma un homo psychologicus cuyo peligro denuncio.
Planteo
a propósito de éI la cuestión de saber si nos dejaremos fascinar por su
fabricación o si, volviendo a pensar la obra de Freud, no podremos volver a
encontrar el sentido auténtico de su iniciativa y el medio de mantener su valor
saludable.
Quiero
precisar aquí, si es que hay necesidad de ello, que estas preguntas no van
dirigidas para nada a un trabajo como el de nuestro amigo Lagache: prudencia en
el método, escrúpuIo en el proceso, abertura en las conclusiones, todo aquí nos
da ejemplo de la distancia mantenida entre nuestra praxis y la psicología.
Fundaré mi demostración en el caso de Dora, por representar en la experiencia
todavía nueva de la transferencia el primero en que Freud reconoce que el
análisis tiene en ella su parte.
Es
notable que nadie hasta ahora haya subrayado que el caso de Dora es expuesto
por Freud bajo la forma de una serie de inversiones dialécticas. No se trata de
un artificio de ordenamiento para un material acerca del cual Freud formula
aquí de manera decisiva que su aparición queda abandonada al capricho del
paciente. Se trata de una escansión de las estructuras en que se transmita para
el sujeto la verdad, y que no tocan solamente a su comprensión de las cosas,
sino a su posición misma en cuanto sujeto del que los "objetos" son
función. Es decir que el concepto de la exposición es idéntico al progreso del
sujeto, o sea a la realidad de la curación.
Ahora
bien, es la primera vez que Freud da el concepto del obstáculo contra el que ha
venido a estrellarse el análisis bajo el término de transferencia. Esto por sí
solo da cuando menos su valor de vuelta a las fuentes al examen que emprendemos
de las relaciones dialécticas que constituyeron el momento del fracaso. Por
donde vamos a intentar definir en términos de pura dialéctica la transferencia
de la que se dice que es negativa en el sujeto, así como la operación del
analista que la interpreta.
Tendremos
qué pasar sin embargo por todas las fases que llevaron a ese momento, como
también perfilarlo sobre las anticipaciones problemáticas que, en los datos del
caso, nos indican dónde hubiera podido encontrar su resolución lograda.
Encontramos así:
Un
primer desarrollo, ejemplar por cuanto somos arrastrados de golpe al plano de
la afirmación de la verdad. En efecto, después de una primera puesta a prueba
de Freud: ¿irá a mostrarse tan hipócrita como el personaje paterno?, Dora se
adentra en su requisitoria, abriendo un expediente de recuerdos cuyo rigor
contrasta con la imprecisión biográfica propia de la neurosis. La señora K... y
su padre son amantes desde hace tantos y tantos años y lo disimulan bajo
ficciones a veces ridículas. Pero el colmo es que de este modo ella queda
entregada sin defensa a los galanteos del señor K... ante los cuales su padre
hace la vista gorda, convirtiéndola así en objeto de un odioso cambalache.
Freud
es demasiado avezado en la constancia de la mentira sociaI para haberse dejado
engañar, incluso de labios de un hombre que en su opinión le debe una confianza
total. No le ha sido pues difícil apartar del espíritu de su paciente toda
imputación de complacencia para con esa mentira. Pero al final de ese
desarrollo se encuentra colocado frente a la pregunta, por lo demás de un tipo
clásico en los comienzos del tratamiento: "Esos hechos están ahí, proceden
de Ia realidad y no de mí, ¿Qué quiere usted cambiar en ellos?" A lo cual
Freud responde por:
Una
primera inversión dialéctica que no tiene nada que envidiar al análisis
hegeliano de la reivindicación del "alma bella" la que se rebela
contra el mundo en nombre de la ley del corazón: "mira, le dice, cuál es
tu propia parte en el desorden del que te quejas". Y aparece entonces:
Un
segundo desarrollo de la verdad: a saber que no es sólo por el silencio, sino
gracias a la complicidad de Dora misma, mas aun: bajo su protección vigilante,
como pudo durar la ficción que permitió prolongarse a la relación de los dos
amantes.
Aquí
no sólo se ve la participación de Dora en la corte que le hace el señor K...,
sino que sus relaciones con los otros participantes en la cuadrilla reciben una
nueva luz por incluirse en una sutil circulción de regalos preciosos, rescate
de Ias carencias de prestaciones sexuales, la cual, partiendo de su padre hacia
la señora X..., retorna a la paciente por las disponibilidades que libera en el
señor B..., sin perjuicio de las munificencias que le vienen directamenre de la
fuente primera, bajo la forma de los dones paralelos en que el burgés encuentra
clásicamente la especie de prenda mas apropiada para unir a la reparación
debida a la mujer legítima el cuidado del patrimonio (observemos que la
presencia del personaje de la esposa se reduce aquí a este enganchamiento
lateral a la cadena de los intercambios).
Al
mismo tiempo, la relación edípica se revela constituida en Dora por una
identificación al padre, que ha favorecido la impotencia sexual de éste,
experimentada además por Dora como idéntica a la prevalencia de su posición de
fortuna: esto traicionado por la alusión inconsciente que le permite la
semántica de la palabra fortuna en alemán: Vermögen. Esta identificación se
transparenta en efecto en todos los síntomas de conversión presentados por
Dora, y su descubrimiento inicia el levantamiento de muchos de éstos.
La
pregunta se convierte pues en ésta: ¿qué significan sobre esta base los celos
súbitamente manifestados por Dora ante la relación amorosa de su padre? Estos
por presentarse bajo una forma tan preponderante, requieren una explicación que
rebasa sus motivos (p 50). Aquí se sitúa:
La
segunda inversión dialética, que Freud opera con la observación de que no es
aquí el objeto pretendido de los celos el que da su verdadero motivo, uno que
enmascara un interés hacia la persona del objeto-rival, interés cuya naturaleza
mucho menos asimilable al discurso común no puede expresarse en él sino bajo su
forma invertida de donde surge:
Un
tercer desarrollo de la verdad: Ia atracción fascinada de Dora. hacia la señora
K ("su cuerpo blanquísimo"), las confidencias que recibe hasta un
punto que quedará sin sondear sobre el estado de sus relaciones con su marido,
el hecho patente de sus intercambios de buenos procedimientos como mutuas
embajadoras de sus deseos respectivos ante el padre de Dora.
Freud
percibió la pregunta a la que llevaba este nuevo desarrollo.
Si
ésta es pues la mujer cuya desposesión experimenta usted tan amargamente, ¿cómo
no le tiene rencor por la redoblada traición de que sea de ella de quien
partieron esas imputaciones de intriga y de perversidad que todos comparten
ahora para acusarla a usted de embuste? ¿Cual es el motivo de esa lealtad que
la lleva a guardarle el secreto úItimo de sus relaciones? (a saber la iniciación sexual, rastreable ya
en las acusadores mismas de la señora K ) Con este secreto seremos llevados en
efecto:
A
la tercera inversión dialéctica, la que nos daría el valor real del objeto que
es la señora K para Dora. Es decir no un individuo, sino un misterio, el
misterio de su propia femineidad, queremos decir de su femineidad corporal, tal
como aparece sin velos en el segundo de los dos sueños cuyo estudio forma la
segunda parte de la exposición del caso Dora, sueños a los cuales rogamos
remitirse para ver hasta que punto su interpretación se simplifica con nuestro
comentario
Ya
a nuestro alcance nos aparece el mojón alrededor del cual debe girar nuestro
carro para invertir una última vez su carrera. Es aquella imagen, la más lejana
que alcanza Dora de su primera infancia (en una observación de Freud, incluso
como ésta interrumpida, ¿no le han caído siempre entre las manos todas las
claves?): es Dora, probablemente todavía infans, chupandose el pulgar
izquierdo, al tiempo que con la mano derecha tironea la oreja de su hermano, un
año y medio mayor que ella.
Parece
que tuviésemos aquí la matriz imaginaria en la que han venido a vaciarse todas
las situaciones que Dora ha desarrollado en su vida; verdadera ilustración de
la teoría, todavía por nacer en Freud, de los automatismos de repetición.
Podemos tomar con ella la medida de lo que significan ahora para ella la mujer
y el hombre.
La
mujer es el objeto imposible de desprender de un primitivo deseo oral en el que
sin embargo es preciso que aprenda a reconocer su propia naturaleza genital.
(Se asombra uno aquí de que Freud no vea que la determinación de la afonía
durante las, ausencias del señor K. . . (p. 36) expresa el violento llamado de
la pulsión erótica oral en eI encuentro a solas con la señora K..., sin que
haya necesidad de invocar la percepción de la fellatio sufrida por el padre (p.
44), cuando cada quien sabe que el "cunnilingus" es el artificio más
comúnmente adoptado por los "señores con fortuna" a quienes empiezan
a abandonarle sus fuerzas.) Para tener acceso a este reconocimiento de su
femineidad, le sería necesario realizar la asunción de su propio cuerpo a falta
de la cual permanece abierta a la fragmentación funcional (para referirnos al
aporte teórico del estadio del espejo), que constituye los síntomas de
conversión.
Pero
para realizar la condición de este acceso, no ha contado sino con el único
expediente que, según nos muestra la imagen original, le ofrece una apertura
hacia el objeto, a saber el compañero masculino al cual la diferencia de edades
le permite identificarse en esa enajenación primordial en la que el sujeto se
reconoce como yo [je].. .
Asi
pues Dora se ha identificado al señor K. . . como está identificándose a Freud
mismo (el hecho de que fuese el despertar del sueño "de
transferencia" cuando percibió el olor de humo que pertenece a los dos
hombres no indica, como dijo Freud, p. 67 que se tratase de alguna identificaón
mas reprimida, sino más bien que esa alucinación correspondía al estadio
crepuscular del retorno al yo). Y todas sus relaciones con los dos hombres
manifiestan esa agresividad en la que vemos la dimensión propia de la
enajenación narcisista
Sigue
pues siendo cierto, como piensa Freud, que el retorno a la reivindicación
pasional para con el padre representa una regresión en comparación con las
relaciones esbozadas con el señor K.
Pero
ese homenaje del que Freud entrevé el poder saludable para Dora no podría ser
recibido por ella como manifestación del deseo sino a condición de que se
aceptase a sí misma como objeto del deseo, es decir después que hubiese agotado
el sentido de lo que busca en la señora K..
lgual
que para toda mujer y por razones que están en el fundamento mismo de los
intercambios sociales más elementales (aquellos mismos que Dora formula en las
quejas de su rebeldía), el problema de su condición es en el fondo aceptarse
como objeto del deseo del hombre, y es éste para Dora el misterio que motiva su
idolatría hacia la señora K , así como en su larga meditación ante la Madonna y su recurso al
adorador lejano, la empuja hacia la solución que el cristianismo ha dado a este
callejón sin salida subjetivo, haciendo de la mujer objeto de un deseo divino o
un objeto trascendente del deseo, lo que viene a ser lo mismo
Si
Freud en una tercera inversión dialéctica hubiese pues orientado a Dora hacia
el reconocimiento de lo que era para ella la señora K ., obteniendo la
confesión de los últimos secretos de su relación con ella, ¿qué prestigio no
habría ganado él mismo (no hacemos sino tocar aquí la cuestión del sentido de
la transferencia positiva), abriendo así el camino al reconocimiento del objeto
viril? Esta no es mi opinión, sino la de Freud (p 107)
Pero
el hecho de que su falla fuese fatal para el tratamiento, lo atribuye a la
acción de la transferencia (pág. 103-107), al error que le hizo posponer su
interpretación (p 106) siendo así que, como pudo comprobarlo posteriormente,
sólo tenía dos horas por delante para evitar sus efectos (p 106).
Pero
cada vez que vuelve a invocar esa explicación, que tomará el desarrollo que
todos saben en la doctrina, una nota a pie de página viene a añadir un recurso
a su insuficiente apreciación del nexo homosexual que unía a Dora con la señora
K. .
¿Qué
significa esto sino que la segunda razón no se le aparece como la primera de
derecho sino en 1923, mientras que la primera en orden dio sus frutos en su
pensamiento a partir de 1905, fecha de publicación del caso Dora?
En
cuanto a nosotros, ¿qué partido tomar? Creerle ciertamente por las dos razones
y tratar de captar lo que pueda deducirse de su síntesis.
Se
encuentra entonces esto. Freud confiesa que durante mucho tiempo no pudo
encontrarse con esa tendencia homosexual (que sin embargo nos dice eso tan
constante en los histéricos que no se podría en ellos exagerar su papel
subjetivo) sin caer en un desaliento (p. 107, n.), que le hacía incapaz de
actuar sobre este punto de manera satisfactoria.
Esto
proviene, diremos nosotros, de un prejuicio, aquel mismo que falsea en su
comienzo la concepción del complejo de Edipo haciéndolo considerar como natural
y no como normativa la prevalencia del personaje paterno: es el mismo que se
expresa simplemente en el conocido estribillo: "Como el hilo es para la
aguja, la muchacha es para el muchacho."
Freud
tiene hacia el señor K. una simpatía que viene de lejos, puesto que fue él
quien le trajo al padre de Dora (p.18), y que se expresa en numerosas
apreciaciones (p.27 n.). Después del fracaso del tratamiento, se empeña en
seguir soñando con una "victoria del amor" (p.99).
En
lo que se refiere a Dora, su participación personal en el interés que le
inspira es confesada en muchos lugares de la observación. A decir verdad, le hace
vibrar con un estremecimiento que, rebasando las digresiones teóricas, alza
este texto, entre las monografías psicopatológicas que constituyen un género de
nuestra literatura, al tono de una Princesa de Cleves presa de una mordaza
infernal.
Es
por haberse puesto un poco excesivamente en el Iugar del señor K... por lo que
Freud esta vez no logró conmover al Aqueronte.
Freud
en razón de su contratransferencia vuelve demasiado constantemente sobre el
amor que el señor K... inspiraría a Dora, y es singular ver como interpreta
siempre en el sentido de la confesión las respuestas sin embargo muy variadas
que le opone Dora. La sesión en que cree haberla reducido a "no
contradecirlo ya" (p.93) y al final de la cual cree poder expresarle su
satisfacción, Dora la concluye en un tono bien diferente. "No veo que haya
salido a luz nada de particular", dice, y es al principio de la próxima
cuando se despedirá de él.
¿Qué
sucedió pues en la escena de la declaración al borde del lago, que fue la
catástrofe por donde Dora entró en la enfermedad, arrastrando a todo el mundo a
reconocerla como enferma, lo cual responde irónicanente a su rechazo de
proseguir su función de sostén para su común dolencia (no todos los
"beneficios" de la neurosis son para el exclusivo provecho del
neurótico)?
Basta
como en toda interpretación válida con atenerse al texto para comprenderlo. El
señor K... sólo tuvo tiempo de colocar algunas palabras, es cierto que fueron
decisivas: "Mi mujer no es nada para mí" Y ya su hazaña recibía su
justa recompensa: una soberbia bofetada, la misma cuyo contragolpe
experimentará Dora mucho después del tratamiento en una neuralgia transitoria
viene a indicar al torpe: "Si ella no es nada para usted, ¿qué es pues
usted para mí?".
Y
desde este momento ¿qué sería para ella ese fantoche que acaba sin embargo de
romper el hechizo en que vive ella desde hace años?.
La
fantasía latente de embarazo que seguirá a esta escena no es una objeción para
nuestra interpretación: es notorio que se produce en las histéricas justamente
en función de su identificación viril.
Por
la misma trampa en la que se hunde en un desplazamiento mas insidioso va a
desaparecer Freud. Dora se aleja con la sonrisa de la Gioconda e incluso cuando
reaparezca Freud no tendrá la ingenuidad de creer en una intención de regreso.
En
ese momento ella ha logrado que todos reconozcan la verdad de la cual sin
embargo ella sabe que no es, por muy verídica que sea, la verdad última, y
habrá conseguido precipitar por el puro maná de su presencia al desdichado
señor K... bajo las ruedas de un coche. La sedación de sus síntomas, obtenida
en Ia segunda fase de su curación, se ha mantenido sin embargo. Así la
detención del proceso dialéctico arroja como saldo un aparente retroceso, pero
las posiciones reasumidas no pueden ser sostenidas sino por una afirmativa del
yo, que puede ser considerada como un progreso.
¿Qué
es finalmente esa transferencia de la que Freud dice en algún sitio que su
trabajo se prosigue invisible detrás del progreso del tratamiento y cuyos
efectos por lo demas "escapan a la demostración" (p.67)?" ¿No
puede aquí considerársela como una entidad totalmente relativa a la
contratransferencia definida como la suma de los prejuicios, de las pasiones,
de las perplejidades, incluso de la insuficiente información del anaIista en
tal momento del proceso dialéctico? ¿Nos lo dice Freud mismo (p.105) que Dora
hubiera podido transferir sobre él al personaje paterno si éI hubiese sido lo
bastante tonto como para creer en la versión de las cosas que le presentaba el
padre?
Dicho
de otra manera, la transferencia no es nada real en el sujeto, sino la
aparición, en un momento de estancamiento de la dialéctica analítica, de los
modos permanentes según los cuales constituye sus objetos.
¿Que
es entonces interpretar la transferencia? No otra cosa que llenar con un engaño
el vacío de ese punto muerto. Pero este engaño es útil, pues aunque falaz,
vuelve a lanzar el proceso.
La
negación con que Dora habría acogido la observación por parte de Freud de que
ella le imputaba las mismas intenciones que había manifestado el señor K. . .,
no hubiese cambiado nada al alcance de sus efectos. La oposición misma que
habría engendrado habría orientado probablemente a Dora, a pesar de Freud, en
la dirección favorable: la que la habría conocido al objeto de su interés real.
Y
el hecho de haberse puesto en juego en persona como sustituto del señor K...
habría preservado a Freud de insistir demasiado sobre el valor de las
proposiciones de matrimonio de aquél.
Aquí
la transferencia no remite a ninguna propiedad misteriosa de la afectividad, e
incluso cuando se delata bajo un aspecto de emoción, éste no toma su sentido
sino en función del momento dialéctico en que se produce.
Pero
este momento es poco significativo puesto que traduce comúnmente un error del
analista, aunque solo fuese el de querer demasiado el bien del paciente, cuyo
peligro ha denunciado muchas veces Freud mismo.
Así
la neutralidad analítica toma su sentido auténtico de la posición del puro
dialéctico que, sabiendo que todo lo que es real es racional (e inversamente),
sabe que todo lo que existe, y hasta el mal contra el que lucha, es y seguirá
siendo siempre equivalente en el nivel de su particularidad, y que no hay
progreso para el sujeto si no a por la integración a que llega de su posición
en lo Universal: técnicamente por la proyección de su pasado en un discurso en
devenir.
El
caso de Dora parece privilegiado para nuestra demostración en que tratándose de
una histérica, la pantalla del yo es en ella bastante transparente para que en
ninguna parte, como dijo Freud, sea más bajo el umbral entre el inconsciente y
el consciente, o mejor dicho entre el discurso analítico y la palabra del
síntoma.
Creemos
sin embargo que la transferencia tiene siempre el mismo sentido de indicar los
momentos de errancia y también de orientación del analista, el mismo valor para
volvernos a llamar al orden de nuestro papel: un no actuar positivo con vistas
a la ortodramatización de la subjetividad del paciente.
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