Lacan, J. - Del sujeto de la certeza


 Seminario XI - Clase 3. 29 de Enero de 1964

La semana pasada, mi introducción al inconsciente por la estructura de una hiancia dio motivo a uno de mis oyentes, Jacques-Alain Miller, a que realizase un excelente trazado de lo que, en mis escritos precedentes, ha reconocido como la función estructurante de una carencia y, con un arco audaz, la ha unido a lo que he podido designar, al hablar de la función del deseo, como la carencia-de-ser.
Luego de haber realizado esa sinopsis que seguramente no fue inútil, al menos para aquellos que ya tenían algunas nociones de mi enseñanza, me preguntó sobre mi ontología.
No pude responderle en los límites concedidos al diálogo por el horario, y hubiera sido conveniente que hubiera obtenido de él en primer lugar la precisión de cómo circunscribe el término ontología. No obstante, que no crea que he encontrado en absoluto inapropiada la pregunta. Incluso diré más. Venía particularmente como anillo al dedo, en el sentido que en esa hiancia se trata de una función ontológica, y a través de esa hiancia he creído conveniente introducir, como, si fuese lo más esencial, la función del inconsciente.
La hiancia del inconsciente, podríamos llamarla pre-ontólógica. He insistido sobre esta carácterística demasiado olvidada, olvidada de un modo que no deja de tener significación -de la primera emergencia del inconsciente, que consiste en no prestarse a la ontología. Lo que, en efecto, se ha mostrado en primer lugar a Freud, los descubridores, a los que han dado los primeros pasos, a los que se muestra todavía a quien quiera que en el análisis acomode un tiempo su mirada a lo que pertenece propiamente al orden del inconsciente, es que no es ni ser, ni no ser es no-realizado.
He evocado la función de los limbos, también hubiera podido hablar de lo que en las construcciónes de las Gnosis, se llaman seres intermediarios -silfos, gnomos, hasta formas más elevadas de esos mediadores ambigüos, además, no olvidemos que Freud, cuando empieza remover ese mundo, articuló ese verso, que parecía cargado de inquietantes aprehensiones, cuando lo pronunció, y cuya amenaza hay que señalar que está, después de setenta años de experiencia, completamente olvidada: Flectere si nequeo superos Acheronta movebo. Es de señalar que lo que se anunciaba como una abertura infernal haya sido una continuación tan notablemente esterilizada.
Pero también es muy indicativo que lo que se anunciaba tan deliberadamente como apertura hacia un mundo inferior no se haya aliado en ninguna parte, salvo contadas excepciones, con todo lo que entonces exista -y aún existe, aunque menos que en la época del descubrimiento freudiano- ,en lo que a investigación metapsíquica respecta como la llamaban o en lo que respecta a prácticas espiritistas, espiritualistas, evocatorias, necrománticas como la psicología gótica de Myers, que se empeñaba en seguirle la pista a los hechos telepáticos
Freud, desde luego, menciona de paso estos hechos y lo que su experiencia le aportó al respecto. Pero es patente que su teorización se ejerce con miras a una reducción racionalista y elegante. Se puede considerar como excepcional y hasta aberrante lo que, en los círculos analíticos de hoy, se alinea con lo que se ha dado en llamar, y de manera muy significativa, para esterilizarlos, fenómenos psi (Y). Las investigaciones de un Servadio, por ejemplo.
Ciertamente, nuestra experiencia no nos ha conducido por ese camino. El resultado de nuestra investigación del inconsciente, por el contrario, conduce a cierto desecamiento, a una reducción a un herbario, cuyo muestrario se limita a un registro convertido en catálogo razonado, a una clasificación que bien hubiera querido ser una clasificación natural. Si, en el registro de una psicología tradicional se suele pregonar el carácter indomeñable infinito, del deseo humano -en el que quiere verse la marca de quién sabe que huella divina [que habría dejado su huella en él]- la experiencia del análisis, en cambio, permite enunciar la función antes bien limitada del deseo. El deseo, más que cualquier otro punto del alcance humano, encuentra en alguna parte su límite.
Volveremos sobre todo esto, pero quiero puntualizar que dije el deseo y no el placer. El placer fija los límites del alcance humano: el principio del placer es principio de homeostasis. El deseo, por su parte, encuentra su cerco, su proporción fijada, su límite, y en la relación con este límite se sostiene como tal, franqueando el umbral impuesto por el principio del placer.
No es un rasgo personal de Freud el expulsar hacia el campo de la sentimentalidad religiosa lo que designa como aspiración oceánica, aquí está nuestra experiencia para reducir esta aspiración a un fantasma, asegurarnos por otra parte cimientos firmes, y ponerla en el lugar de lo que Freud llamaba, a propósito de la religión, ilusión.
Lo óntico, en la función del inconsciente, es la ranura por donde ese algo, cuya aventura en nuestro campo parece tan corta, sale a la luz un instante, sólo un instante, porque el segundo tiempo, que es de cierre, da a esta captación un aspecto evanescente. Volveré sobre esto, que llegará a ser tal vez el paso que ahora puedo franquear, ya que hasta el presente he tenido que evitarlo por razones de contexto.
Contexto candente, como ya saben. Por razones que habremos de analizar, nuestros hábitos técnicos se han vuelto tan quisquillosos en lo tocante a los rincones del tiempo que por haber yo querido introducir aquí distinciones hasta tal punto esenciales que las vemos delinearse en todas las demás disciplinas salvo la nuestra, parecía que hubiera debido enfrascarme en una discusión con cariz de alegato.
Ya con la definición misma de inconsciente se hace patente, -refiriéndonos sólo a lo que de él dice Freud, de manera forzosamente aproximativa, ya que al comienzo sólo pudo emplearlo de forma tentativa, mediante ligeros toques, a propósito del proceso primario-, que lo que allí sucede es inaccesible a la contradicción, a la localización espacio-temporal, como también a la función del tiempo.
Pero, si bien el deseo no hace más que acarrear lo que sustenta de una imagen del pasado hacia un futuro siempre corto y limitado, Freud no obstante lo califica de indestructible. Y así el término indestructible se afirma justamente de la realidad más inconsistente de todas. Si escapa al tiempo. ¿a que registro del orden de las cosas pertenece el deseo indestructible?, pues, ¿qué es una cosa si no lo que dura, idéntico, por un [cierto] tiempo? ¿No hay sobradas razones para distinguir aquí junto a la duración, sustancia de las cosas, otro modo del tiempo, un tiempo lógico? Como saben ya abordé este tema en un escrito.
Encontramos aquí de nuevo la estructura acompasada de esa pulsación de la hendidura cuya función les evocaba el último día. La aparición desvanecedora se realiza entre los dos puntos, el inicial y el terminal, de ese tiempo lógico -entre ese instante del ver en el que algo siempre es elidido, hasta perdido, de la intuición misma, y ese momento elusivo en el que, precisamente, la captación del inconsciente no concluye, en el que siempre se trata de una recuperación engañosa.
Onticamente, pues, el inconsciente es lo evasivo -pero conseguimos circunscribirlo en una estructura, una estructura temporal, de la que podemos decir que, hasta aquí, nunca ha sido articulada como tal.
La continuación de la experiencia analítica después de Freud ha dado prueba de desdén con respecto a lo que aparece en la hiancia. Las larvas que surgen de ella no las hemos -según la comparación que Freud utiliza en un hito de la interpretación de los sueños- alimentado con sangre.
Nos hemos interesado en otra cosa, y estoy aquí para mostrarles este año por qué camino estos desplazamientos de interés siempre han ido más en el sentido de separar estructuras, de las que se habla mal, en el análisis, del que se habla casi como profeta. Demasiado a menudo, al leer los mejores testimonios teóricos que los analistas aportan de su experiencia, uno tiene la sensación de que es preciso interpretarlos, a su hora lo mostraré, cuando se trate lo más vivo, lo más candente de nuestra experiencia, a saber, la transferencia, sobre la que vemos coexistir los testimonios más fragmentarlos y los más luminosos, en una confusión total.
Eso puede explicarles el que vaya paso a paso, pues, además, de lo que tengo que tratar para ustedes el inconsciente, la repetición- otros hablaron al nivel de la transferencia, diciendo que es de eso de lo que se trata. Es moneda corriente oír, por ejemplo, que la transferencia es una repetición. No digo que eso sea falso, ni que no haya repetición en la transferencia. No digo que no fuese a propósito de la experiencia de la transferencia que Freud se aproximó a la repetición. Digo que el concepto de repetición nada tiene que ver con el de transferencia. Por eso me veo obligado a hacerlo pasar primero en nuestra explicación, a darle el paso lógico. Para seguir la cronología sería favorable las ambigüedades del concepto de repetición, las cuales provienen del hecho de que fue descubierto en el curso de los tanteos que exigió la experiencia de la transferencia.
Quiero señalar ahora, por sorprendente que pueda parecerles, la fórmula, que su estatuto de ser, tan evasivo, tan inconsistente, es dado al inconsciente por el quehacer de su descubridor.
El estatuto del inconsciente, que como les indico es tan frágil en el plano óntico, es ético. Freud, en su sed de verdad dice -Sea lo que sea, hay que ir a él -porque, en alguna parte, ese inconsciente, se muestra. Y eso lo dice en su experiencia de lo que hasta entonces es, para el médico, la realidad más rechazada, más encubierta, más contenida, más rehusada, la de la histérica, en tanto que -en cierta manera desde el origen -está marcada por el signo del engaño.
Por supuesto, esto nos ha llevado a muchas otras cosas en el campo adonde hemos sido conducidos por ese quehacer inicial, por la discontinuidad que constituye el hecho de que un hombre descubridor, Freud, haya dicho -Allí está el país adonde conduzco mi pueblo. Durante mucho tiempo, lo que se situaba en ese campo parecía marcado con las carácterísticas de su descubrimiento de origen: el deseo de la histérica. Pero muy pronto se ha impuesto algo distinto que -a medida que se descubría más adelante- siempre se descubría con retraso, a remolque. Resulta que la teoría no había sido forjada más que por los descubrimientos precedentes. De tal manera que todo está por rehacer-, incluído lo que se refiere al deseo de la histérica. Ello nos impone una especie de salto retroactivo, si queremos señalar aquí lo esencial de la posición de Freud concerniente a lo que ocurre en el campo del inconsciente.
No es bajo un modo impresionista que quiero decir que su quehacer es aquí ético -no pienso en ese famoso valor del sabio que no retrocede ante nada, imagen a moderar, como todas las demás. Si formulo aquí que el estatuto del inconsciente es ético, y no óntico, es precisamente porque Freud no lo pone en evidencia cuando da su estatuto al inconsciente. Yo lo que he dicho sobre la sed de verdad que le anima es aquí una simple indicación sobre la huella de las aproximaciones que permitirán preguntarnos que fué de la pasión de Freud.
Freud conoce toda la fragilidad de los visos del inconsciente ,que se refieren a ese registro, cuando introduce el último capítulo de la interpretación de los sueños con ese sueño que, de todos los analizados en el libro, tiene una suerte aparte -sueño suspendido alrededor del misterio más angustiante, el que une a un padre con el cadáver de su hijo más allegado, de su hijo muerto. El padre sucumbiendo al cansancio ve surgir la imagen del hijo, que le dice -"Padre, ¿no ves que estoy ardiendo"
Ahora bien, el niño está ardiendo en la realidad, en la habitación de al lado. ¿Por que, pues, mantener la teoría que convierte al sueño en la imagen de un deseo, en este ejemplo en el que, en una especie de reflejo flameante, es justamente una realidad que, casi calada, parece aquí arrancar al que sueña de su dormir? Por qué, sino para evocarnos un misterio que no es otro que el mundo del más allá, y no sé qué secreto comparado por el padre y no se qué viene para decirle -- Padre, ¿no ves que estoy ardiendo? ¿De qué arde? -sino de lo que vemos dibujarse en esos cuatro puntos designados por la topología freudiana -del peso de los pecados del padre, que el fantasma lleva en el mito de Hamlet que Freud ha doblado del mito de Edipo. El padre, el Nombre-del- Padre, sostiene la estructura del deseo con la de la ley - pero la herencia del padre, que nos designa Kierkegaard: es su pecado. ¿De donde surge el espectro de Hamlet, si no del lugar donde nos denuncia que fue sorprendido, inmolado, en la flor de su pecado? Y de ningún modo le da a Hamlet las prohibiciones de la Ley que pueden hacer que su deseo subsista, sino que en todo momento el asunto gira en torno a un profundo cuestionamiento de ese padre demasiado ideal.
Todo está al alcance de la mano, todo aflora, en este ejemplo que Freud coloca allí para de alguna manera indicarnos que no le saca su provecho, sino que lo va apreciando, que lo está sopesando, saboreando .Nos aparta de este punto, el más fascinante, y se dedica a una discusión sobre el olvido del sueño y el valor de su transmisión por parte del sujeto. Este debate gira todo él en torno a algunos términos que es conveniente que subrayemos.
En efecto, el término primordial no es el de verdad. Es el de Gewissheit, certeza. El modo de proceder de Freud es cartesiano, en la medida en que parte del fundamento del sujeto de la certeza. Se trata de aquello de lo que se puede estar seguro. Para ello, primero es necesario vencer una connotación presente en todo lo que toca al contenido del inconsciente -en especial cuando el asunto es hacerlo emerger de la experiencia del sueño- vencer una connotación que impregna todo, que subraya, macula y salpica el texto de toda transición de sueño y que es la siguiente: No estoy seguro, dudo.
¿Y quién no duda a propósito de la transmisión de un sueño cuando, en efecto, es manifiesto el abismo entre lo que uno vivió y el relato que hace de ello?
Ahora bien -y Freud hace hincapié en esto con todas sus fuerzas-, la duda es el apoyo de su certeza.
Nos dice por qué: es precisamente indicio de que hay algo que preservar. Y la duda, entonces, es signo de la resistencia.
Es cierto que la función que confiere a la duda sigue siendo ambigüa, pues, el algo que ha de preservarse puede ser también algo que ha de mostrarse, porque, de todas maneras, lo que se muestra lo hace sólo tras una Verkleidung, un disfráz, y además postizo, que está mal puesto. Pero en cualquier caso, insisto sobre el hecho de que hay un punto en que ambas maneras de proceder, la de Descartes y la de Freud, se acercan y convergen.
Descartes nos dice: Estoy seguro, porque dudo, de que pienso, y -diría yo para atenerme a una fórmula no más prudente que la suya, pero que nos evita el debate sobre el juicio pienso- Por pensar, soy. Nótese de paso que al eludir el yo pienso, eludo la discusión que resulta de que para nosotros ese yo pienso de ningún modo puede separarse del hecho de que Descartes, para formularlo, lo tiene que decir, implícitamente cosa que él olvida. Esto lo dejamos guardado por el momento.
De una manera exactamente análoga, Freud, cuando duda -pues al fin y al cabo se trata de sus sueños y, al comienzo, quien duda es él- está seguro por eso de que en ese lugar hay un pensamiento, que es inconsciente, lo cual quiere decir que se revela como ausente, a ese lugar convoca, en cuanto trata con otros, el yo pienso en el cual se va a revelar el sujeto. En suma, está seguro de que el pensamiento ese está allí con todo su yo soy, por así decir -por poco que alguien, y ése es el salto, piense en su lugar.
Aquí se revela la disimetría entre Freud y Descartes. No está en el paso inicial de la fundamentación de la certeza del sujeto. Radica en que el sujeto está como en su casa en el campo del inconsciente. Y porque Freud afirma su certeza, se da el progreso mediante el cual nos cambia el mundo.
Para Descartes, en el cogito inicial -los cartesianos me devolverán la pelota en esto, pero lo propongo a la discusión- el yo pienso, en tanto se vuela en el yo soy, apunta a un real -pero lo verdadero queda fuera hasta tal punto que Descartes tiene que asegurarse, ¿de que? De un Otro que no sea engañoso y que, además, pueda garantizar, con su mera existencia. Las bases de la verdad, garantizarle que en su propia razón objetiva están los fundamentos necesarios para que el real del que acaba de asegurarse pueda encontrar la dimensión de la verdad. Sólo puedo indicar las prodigiosas consecuencias que tuvo esto de poner la verdad en manos del Otro, en este caso el Dios perfecto, cuyo asunto es la verdad pues, diga lo que diga, será siempre la verdad -si hubiese dicho que dos más dos son cinco, hubiera sido verdad.
[¿Qué implica todo esto sino que nosotros podemos empezar a jugar con las pequeñas letras del álgebra que transforman a la geometría en análisis, que se ha abierto la puerta a la teoría de los conjuntos, que podemos permitírnoslo todo como hipótesis de verdad?]
Pero dejemos esto, que no es asunto nuestro, aunque es sabido que lo que comienza en el nivel del sujeto nunca deja de tener consecuencias, si es que sabemos lo que quiere decir ese término: el sujeto.
Descartes no lo sabía, salvo que era sujeto de una certeza y rechazo de todo saber anterior: pero nosotros sabemos, gracias a Freud, que el sujeto del inconsciente se manifiesta, que piensa, antes de entrar en la certeza.
Tenemos que cargar con eso. Por eso estamos tan embarazados. En todo caso, de ahora en adelante es un campo al que no podemos negarnos, como tampoco a la pregunta que formula.
Quiero recalcar ahora que, por ende, la correlación del sujeto ya no es ahora con el Otro engañoso, sino con el Otro engañado. Lo cual palpamos de la manera más concreta en cuanto entramos en la experiencia del análisis. Lo que más teme el sujeto es engañarnos, darnos una pista falsa o, más sencillamente, que nos engañemos nosotros, ya que, después de todo, con sólo vernos la cara es evidente que somos gente que puede equivocarse como cualquier otra.
Pero esto no perturba a Freud porque -y es justamente lo que hay que comprender, en especial cuando se lee el primer párrafo del capítulo que se refiere al olvido de los sueños- porque los signos coinciden. Habrá que tomar en cuenta todo, liberarse, freimachen, dice, de toda la escala de la apreciación que allí se busca, Preisschatzung, de la apreciación de lo que es seguro y de lo que no es seguro. La más frágil indicación de que algo entra en el campo ha de conferir a ese algo un valor igual de huella en lo que al sujeto respecta.
Mas tarde, en la célebre observación de una homosexual, Freud se ríe de quienes, a propósito de los sueños de la susodicha, pudieran decirle: -Pero entonces, ¿dónde está ese famoso inconsciente que iba a hacernos acceder a lo más verdadero, a una verdad, -ironizan-, divina? Su paciente se burla de usted, puesto que en su análisis tiene sueños hechos adrede para convencerlo de que ella regresa a lo que le piden, al gusto por los hombres. Freud no ve en ello objeción alguna: el inconsciente, nos dice, no es el sueño. En su boca, esto quiere decir que el inconsciente puede ejercerse en el sentido del engaño, y que para él esto no tiene ningún valor de objeción. En efecto, ¿Puede no haber una verdad de la mentira? -la verdad esa que, en contra de la supuesta paradoja, hace enteramente posible la afirmación: yo miento.
Sólo que, en esta ocasión, Freud falla en formular correctamente el objeto tanto del deseo de la histérica como del deseo de la homosexual. Respecto a las unas como a las otras, respecto a Dora como a la famosa homosexual, se deja superar, y el tratamiento queda interrumpido. En lo que toca a su interpretación, el propio Freud sigue vacilando, un poco tarde, un poco temprano. A falta de los puntos de referencia estructurales, que espero poner en descubierto para ustedes, Freud no podía ver aún que el deseo de la histérica, que se hace manifiesto de manera resaltante en la observación, es sostener el deseo del padre: en el caso de Dora; sostenerlo por procuración.
La complacencia tan ambigüa de Dora por la aventura del padre con la que es esposa del señor K., el hecho de que le permite que la corteje, es precisamente el juego por el cual lo que tiene que sostener es el deseo del hombre. Por eso mismo, el pasaje al acto, la bofetada de la ruptura, que se produce en cuanto uno de ellos, el señor K., le dice, no "usted no me interesa", sino "Mi mujer no me interesa", muestra que ella necesita que se conserve el vínculo con ese elemento tercero que le permite ver subsistir el deseo, de todo modos insatisfecho: tanto el deseo del padre que ella favorece en tanto impotente, como el suyo, por no poder realizarse como deseo del Otro.
De la misma manera, la homosexual encuentra otra solución, también para el deseo del padre: desafiar al deseo del padre. Esto justifica una vez más la fórmula que he dado, originada en la experiencia de la histérica para situarla en su justo nivel, el deseo del hombre es el deseo del Otro. Vuelvan a leer la observación y verán el carácter de evidente provocación que presenta toda la conducta de esta muchacha, que le sigue los pasos a una mundana de dudosa reputación, muy conocida en la ciudad, y hace gala de las atenciones caballerosas que le ofrece, hasta el día en que tropieza con su padre -y lo que encuentra en la mirada del padre es el rechazo, el desprecio y la anulación de lo que sucede ante sus ojos- y de inmediato se arroja por encima de la baranda de un pequeño puente de ferrocarril. Literalmente, la homosexual ya no puede concebir, a no ser aboliéndose, la función que tenía: la de mostrar al padre cómo es uno, uno mismo, un falo abstracto, heroico, único y consagrado al servicio de una dama.
Lo que hace la homosexual en su sueño, cuando engaña a Freud, es un desafío más dirigido al deseo del padre: usted quiere que me gusten los hombres, pues tendrá todos los sueños de amor por los hombres que quiera. Es el desafío en forma de irrisión
Si alargué tanto esta introducción fue para permitirles distinguir cual es la posición del modo de proceder freudiano en lo que respecta al sujeto, en tanto que el campo del inconsciente atañe al sujeto. Distinguí así la función del sujeto de la certeza con respecto a la búsqueda de la verdad.
La próxima vez, abordaremos el concepto de repetición, preguntémonos cómo concebirlo, y veremos cómo Freud, mediante la repetición de la decepción, coordina la experiencia en tanto que decepcionante, con un real, situado desde entonces en el campo de la ciencia como el aquello que el sujeto está condenado a errar, pero que este mismo yerro revela.

Intervención: -¿Tiempo lógico y tiempo-sustancia de las cosas no son idénticos?

J.Lacan:- El tiempo lógico está constituido por tres tiempos. Primero el instante de ver, que no deja de ser misterioso, pero que se define bastante bien en esa experiencia psicológica de la operación intelectual que es el insight. Luego el tiempo para comprender, en fin, el momento de concluir, esto no es más que un simple repaso.
Para discernir que es el tiempo lógico, hay que partir de lo siguiente: la batería significante está dada desde el comienzo. Sobre esta base hay que introducir dos términos, requeridos, como veremos, por la función de la repetición: Willkür, el azar, y Zufall, la arbitrariedad, así Freud examina qué consecuencias tiene para la interpretación de los sueños el azar de la transcripción y la arbitrariedad de las conexiones, ¿porqué relaciónar esto con aquello, en vez de con cualquier otra cosa?. Indiscutiblemente, Freud nos lleva al corazón de las cosas de la pregunta que plantea el desarrollo moderno de la ciencias, en tanto demuestran lo que podemos fundar en el azar.
En efecto, no puede fundarse nada en el azar -cálculo de probabilidades, estrategias- que no entrañe una estructuración previa y limitada de la situación en términos de significantes. Cuando la teoría moderna de los juegos elabora la estrategia de dos contrincantes, ambos se enfrentaran con las posibilidades de ganar si cada uno tiene la posibilidad de razonar como el contrario. ¿Qué da su validez a una operación de esta índole?. Pues sencillamente que el mapa ya está trazado, en el están inscriptos los puntos de referencias significantes, y la solución no podrá nunca rebasarlos.
Pues bien en lo tocante al inconsciente, Freud reduce todo lo que llega a sus oídos a la función de puros significantes, a partir de esta reducción se da la operación, y así puede aparecer, dice Freud, un momento de concluir, un momento en que él siente que tiene el coraje de juzgar y de concluir . Esto forma parte de lo que llamé su testimonio ético.
La experiencia le demuestra luego que, en relación al sujeto, se topa con límites: la no convicción, la resistencia, la no curación. La rememoración entraña siempre un límite. Y es indudable que podía obtenerse una rememoración más completa por otras vías que las del análisis, pero son las inoperantes en cuanto a la curación.
Debemos distinguir aquí el alcance de estas dos direcciónes, la rememoración y la repetición. Entre ambas no hay ni orientación temporal ni reversibilidad. No son conmutativas, sencillamente. No es lo mismo comenzar por la rememoración y vérselas con las resistencias de la repetición, y comenzar por la repetición para obtener un esbozo de rememoración.
Esto nos indica que la función-tiempo es aquí de orden lógico, y está ligada a una instauración significante de lo real. En efecto, la no-conmutatividad es una categoría que pertenece sólo al registro del significante.
Percibimos aquí donde aparece el orden del inconsciente. ¿A qué lo refiere Freud? ¿Qué responde de él? Freud lo logra resolver, en un segundo tiempo, elaborando la función de la repetición. Veremos más adelante como podemos nosotros formularla, remitiéndonos a la Física de Aristóteles.

P. Kaufmann: - Usted formuló el año pasado que la angustia es lo que no engaña. ¿Podría relaciónar este enunciado con la ontología y la certeza?

J. Lacan: La angustia es para el análisis un término de referencia crucial ya que, en efecto, la angustia no engaña. Pero la angustia puede faltar.
En la experiencia es necesario canalizara y, si se me permite la expresión, dosificarla, para que no nos abrume. Esta dificultad es correlativa de la dificultad que existe en conjugar el sujeto con lo real, término que intentaré deslindar la próxima vez a fin de disipar la ambigüedad que persiste al respecto en muchos de mis discípulos.
Para el analistas ¿habrá algo que pueda corroborar en el sujeto lo que sucede en el inconsciente? Freud, para localizar la verdad -ya se los mostré al estudiar las formaciones del inconsciente- se atiene a una suerte de escansión significante. Esta confianza la justifica una referencia a lo real. Pero lo menos que puede decirse, es que lo real no se le rinde fácilmente. Tomemos el ejemplo de El Hombre de los lobos. La importancia excepcional de esta observación en la Obra, estriba en que muestra que el plano del fantasma funciona en relación con lo real. Lo real es soporte fantasma, el fantasma protege a lo real. Para dilucidar esta relación la próxima vez retomaré la cogitación espinozista, pero poniendo en juego otro termino, por el cual ha de ser sustituido el de atributo.


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