I
La experiencia nos
ha enseñado que la terapéutica psicoanalítica consume mucho tiempo. Por ello se
han hecho intentos para abreviar la duración del análisis.
Un intento en esta
dirección fue realizado por Otto Rank a partir de su libro EI trauma del
nacimiento (1924). Este autor suponía que la verdadera fuente de las neurosis
es el acto del nacimiento, ya que éste Ileva consigo la posibilidad de que una
«fijación primaria» del niño hacia la madre no sea superada y persista como una
«represión primaria». Rank esperaba que si este trauma primario era tratado en
un subsiguiente análisis, la neurosis podría quedar completamente resuelta.
Así, esta pequeña parte del trabajo analítico ahorraría la necesidad del resto.
Y esto podía realizarse en pocos meses. Es indiscutible que el argumento de
Rank era prometedor e ingenioso, pero más bien fue un producto de su tiempo,
diseñado para adaptar el tempo de la terapéutica analítica a la prisa de la
vida americana.
Yo había adoptado
otro modo de acelerar un tratamiento psicoanalítico ya antes de la guerra. En
aquel tiempo había tomado a mi cargo el caso de un joven ruso, un hombre a
quien la riqueza había echado a perder y había Llegado a Viena en un estado de
completo derrumbamiento. En el curso de unos años fue posible devolverle una
gran parte de su independencia, despertar su interés por la vida y ajustar sus
relaciones con las personas que más le interesaban. Pero entonces la mejoría se
detuvo y no sentía ningún deseo de adelantar un paso más que le acercara al fin
de su tratamiento. En esta situación fijé un límite de tiempo para el análisis,
informé al paciente de que ése sería el último de su tratamiento, cualquiera
que fuera el resultado en el tiempo acordado. Al principio no me creyó, pero en
cuanto se convenció de que hablaba en serio apareció el cambio deseado. Sus
resistencias cedieron y en los últimos meses fue capaz de reproducir todos los
recuerdos y descubrir todas las relaciones que parecían necesarias para la
comprensión de su neurosis precoz y para dominar la actual.
Solamente puede
existir un veredicto acerca del valor de este chantaje: es eficaz con tal que
se haga en el momento oportuno. Pero no puede garantizar el cumplimiento total
de la tarea. Por el contrario, podemos estar seguros de que mientras parte del
material se hará accesible bajo la presión de esta amenaza, otra parte quedará
guardada y enterrada como antes estaba y perdida para nuestros esfuerzos
terapéuticos. Porque una vez que el analista ha fijado el límite de tiempo, no
puede prolongarlo; de otro modo, el paciente perdería la fe en él. El camino
más claro para el paciente sería continuar su tratamiento con otro analista,
aunque sepamos que este cambio llevará consigo una nueva pérdida de tiempo y el
abandono de los resultados de un trabajo ya realizado.
II
Antes que nada hemos
de decidir qué se quiere decir con la frase ambigua «el final de un análisis».
Desde un punto de vista práctico, un análisis ha terminado cuando el
psicoanalista y el paciente dejan de reunirse para las sesiones de análisis.
Esto sucede cuando se han cumplido más o menos por completo dos condiciones:
primera, que el paciente no sufra ya de sus síntomas y haya superado su
angustia y sus inhibiciones; segunda, que el analista juzgue que se ha hecho
consciente tanto material reprimido, que se han explicado tantas cosas que eran
ininteligibles y se han conquistado tantas resistencias internas, que no hay que
temer una repetición de los procesos patológicos en cuestión.
EI otro significado
de «terminación» de un análisis es mucho más ambicioso. En este otro sentido lo
que preguntamos es si el analista ha tenido una influencia tal sobre el
paciente que no podrían esperarse mayores cambios en él aunque se continuara el
análisis.
Todo analista ha
tratado unos pocos casos que han tenido este satisfactorio resultado. Ha
logrado hacer desaparecer los trastornos neuróticos que no han reaparecido ni
han sido reemplazados por ningún otro. Solamente cuando un caso es de origen
predominantemente traumático podrá hacer el psicoanálisis lo que es capaz de
hacer de un modo superlativo; sólo entonces, gracias a haber reforzado el yo
del paciente, logrará sustituir por una solución correcta la inadecuada
decisión hecha en la primera época de su vida. Solamente en tales casos se
puede hablar de que un análisis ha terminado definitivamente. Es verdad que si
el paciente que ha sido curado nunca produce otro trastorno que necesite psicoanálisis,
no sabemos hasta qué punto su inmunidad no es debida a un hado benéfico que le
ha ahorrado tormentos demasiado graves.
Una intensidad
constitucional del instinto y una alteración desfavorable del yo adquirida en
la lucha defensiva en el sentido de que resulte dislocado y restringido, son
los factores perjudiciales para la eficacia de un análisis y pueden hacer su
duración interminable. ¿Cuáles son los obstáculos que se hallan en el camino de
tal curación?
Esto me lleva a
tratar de dos problemas que se derivan directamente de la práctica
psicoanalítica.
El escéptico, el
optimista y el ambicioso los considerarán de muy diferente manera. El primero
dirá que se halla comprobado ya que aún un tratamiento analítico seguido de
éxito no protege al paciente, que en el momento ha quedado curado, de caer más
tarde enfermo con otra neurosis -o realmente de una neurosis derivada de la
misma raíz instintiva-; es decir, de una recurrencia de su antiguo trastorno.
Los otros dirán, que podemos pedir y esperar que un tratamiento psicoanalítico
dé resultados permanentes, o por lo menos que si un paciente recae, su nueva
enfermedad no resultará una reviviscencia de su primitivo trastorno instintivo,
que se manifiesta de una forma nueva. Nuestra experiencia, mantendrán, no nos
obliga a restringir tan materialmente las demandas que pueden hacerse a nuestro
método terapéutico.
Las expectaciones
del optimista presuponen, en primer lugar, que realmente existe una posibilidad
de solucionar un conflicto entre el yo y un instinto definitivamente y para
siempre; en segundo lugar, que mientras estamos tratando a alguien por un
conflicto instintivo, podemos, de la manera que sea, inmunizarlo contra la
posibilidad de cualquier otro conflicto de ese tipo; y en tercer lugar, que podemos,
con propósitos de profilaxis, resolver un conflicto patógeno de esta clase que
no se manifiesta en el momento por ninguna indicación y que es aconsejable
hacerlo así.
Probablemente puede
proyectarse alguna luz sobre esto mediante consideraciones teóricas. Pero si
deseamos satisfacer las mayores exigencias con la terapéutica psicoanalítica,
nuestro camino no nos llevará a un acortamiento de su duración.
III
De los tres factores
que hemos reconocido como decisivos para el éxito del tratamiento psicoanalítico
-la influencia de los traumas, la intensidad constitucional de los instintos y
las alteraciones del yo-, el que nos concierne aquí es sólo el segundo, la
fuerza de los instintos. ¿Es posible resolver por medio de la terapéutica
psicoanalítica un conflicto entre un instinto y el yo, o el causado por una
demanda instintiva patógena al yo, de un modo permanente y definitivo?. Esto
es, en general, imposible, y tampoco es en absoluto deseable. Con ello queremos
decir algo completamente distinto, algo que puede ser descrito grosso modo como
una «domesticación» del instinto. Es decir, el instinto es integrado en la
armonía del yo, resulta accesible a todas las influencias de los otros impulsos
sobre el yo y ya no intenta seguir su camino independiente hacia la
satisfacción. Si se nos pregunta por qué métodos y medios se logra este
resultado, no es fácil encontrar una respuesta. Sólo tenemos una única pista
para empezar: la antítesis entre los procesos primarios y secundarios, y en
este punto he de limitarme a señalar esta antítesis.
Formulada en estos
términos la pregunta no hace mención de la intensidad del instinto; pero es
precisamente de esto de lo que depende el resultado. La experiencia diaria nos
enseña que en una persona normal cualquier solución de un conflicto instintivo
sólo resulta buena para una cierta relación entre la intensidad del instinto y
la fuerza del yo. Si ésta disminuye, sea por enfermedad o fatiga o por alguna
otra causa parecida, todos los instintos que han sido hasta entonces domeñados
con éxito pueden renovar sus exigencias y tender a obtener satisfacciones
sustitutivas por caminos anormales.
Dos veces en el
curso del desarrollo individual ciertos instintos resultan considerablemente
reforzados: en la pubertad, y en la menopausia. Una persona que no ha sido
antes neurótica se convierta en tal en esas épocas. Los mismos efectos
producidos por esos dos refuerzos fisiológicos del instinto pueden aparecer de
un modo irregular por causas accidentales en cualquier otro período de la vida
(traumas recientes, frustraciones forzadas o por la influencia colateral de
unos instintos sobre otros).
El psicoanálisis
permite al yo que ha alcanzado mayor madurez y fuerza emprender una revisión de
esas antiguas represiones; unas pocas son destruidas, mientras otras son
reconocidas, pero reconstruidas con un material más sólido. Estos nuevos diques
son de un grado de firmeza muy distinto al de las primeras; podemos confiar en
que no cederán tan fácilmente ante un aumento de la fuerza de los instintos. Así,
el verdadero resultado de la terapéutica psicoanalítica sería la corrección
subsiguiente del primitivo proceso de represión, una corrección que pone fin al
predominio del factor cuantitativo.
El análisis logra a
veces eliminar la influencia de un aumento del instinto, pero no
invariablemente, o bien el efecto del psicoanálisis se halla limitado a
aumentar el poder de resistencia de las inhibiciones de modo que equilibren
exigencias mucho mayores que antes del análisis o si éste no hubiera tenido
lugar. Realmente no puedo adoptar una decisión en este punto ni sé si en los
momentos actuales es posible.
Existe, sin embargo,
otro ángulo desde el cual podemos enfocar el problema de la variabilidad de los
efectos del psicoanálisis. De todas las creencias erróneas y supersticiosas de
la Humanidad, que se supone que han sido superadas, no existe ninguna cuyos
residuos no se hallen hoy entre nosotros en los estratos más bajos de los
pueblos civilizados o en las capas superiores de la sociedad culta. Lo que una vez
ha llegado a estar vivo se aferra tenazmente a conservar la existencia. A veces
nos sentimos inclinados a dudar de si los dragones de los tiempos prehistóricos
están realmente extintos.
Aplicando estas
observaciones a nuestro problema presente, pienso que la respuesta a la
pregunta de cómo explicar los variables resultados de nuestra terapéutica
psicoanalítica podría ser que cuando pretendemos sustituir las represiones, que
son inseguras, por controles sintónicos con el yo no siempre conseguimos
nuestras aspiraciones en su plenitud. Hemos obtenido la transformación, pero
con frecuencia sólo parcialmente: fragmentos de los viejos mecanismos quedan
inalterados por el trabajo analítico. Es difícil probar que esto ocurre
realmente así, porque no tenemos otro camino para juzgar lo que sucede que el
resultado que estamos intentando explicar. Sin embargo, las impresiones que se
obtienen durante el trabajo analítico no contradicen esta suposición; más bien
parece confirmarla. La causa de este fracaso parcial se descubre fácilmente. En
el pasado, el factor cuantitativo de la fuerza instintiva se oponía a los
esfuerzos defensivos del yo; por esta razón hemos llamado en nuestra ayuda al
psicoanálisis, y ahora aquel mismo factor pone un límite a la eficacia de este
nuevo esfuerzo. Si la fuerza del instinto es excesiva, el yo maduro, ayudado
por el análisis, fracasa en su tarea de igual modo que el yo inerme fracasó
anteriormente. Su control sobre el instinto ha mejorado, pero sigue siendo
imperfecto, porque la transformación del mecanismo defensivo es sólo
incompleta. La irrupción final depende siempre de la fuerza relativa de los
agentes psíquicos que luchan entre sí.
No hay duda que es
deseable el acortamiento de la duración del tratamiento psicoanalítico, pero
sólo podemos lograr nuestro propósito terapéutico aumentando el poder del
análisis para que llegue a auxiliar al yo.
IV
Las otras dos
preguntas -si mientras estamos tratando un conflicto instintivo podemos
proteger a un paciente de futuros conflictos y si es factible y fácil con fines
profilácticos investigar un conflicto que no es manifiesto en el momento- deben
ser tratadas juntas, porque, evidentemente, la primera tarea sólo puede ser
realizada en tanto se lleva a cabo la segunda, es decir, en cuanto un posible
conflicto futuro es convertido en un conflicto actual sobre el cual se puede
influir. Este nuevo modo de presentar el problema es, en el fondo, sólo una
ampliación del primero. Mientras en el primer ejemplo consideramos cómo
proteger contra la reaparición del mismo conflicto, estudiamos ahora cómo
proteger contra su posible sustitución por otro conflicto.
Aun cuando nuestra
ambición terapéutica se halla tentada a emprender tales tareas, la experiencia
rechaza la posibilidad de hacerlo. Consideremos los medios de que disponemos
para transformar un conflicto instintivo que se halla por el momento latente en
otro actualmente activo. Evidentemente, sólo podemos hacer dos cosas. Podemos
producir situaciones en las que el conflicto se haga activo o podemos contentarnos
con discutirlo en el análisis y señalar la posibilidad de que surja. La primera
de estas dos alternativas puede realizarse de dos maneras: en la realidad o en
la transferencia -en cualquiera de los dos casos exponiendo al paciente a una
cierta cantidad de sufrimiento real por la frustración y el represamiento de la
libido-. Intentamos llevar ese conflicto a una culminación, desarrollarlo hasta
el máximo para alimentar la fuerza instintiva de que se pueda disponer para su
solución.
Si, sin embargo, lo
que pretendemos es un tratamiento profiláctico de los conflictos instintivos
que no son actualmente activos, sino meramente potenciales, no será bastante el
regular los sufrimientos que ya se hallan presentes en el paciente y que no
puede evitar. Deberíamos estar dispuestos a provocar en él nuevos sufrimientos;
y esto hasta ahora y con plena razón, lo hemos dejado en manos del Destino.
Pero en los estados de crisis aguda el psicoanálisis no puede utilizarse con
ningún propósito. Todo el interés del yo está absorbido por la penosa realidad
y se retira del análisis, que es un intento de penetrar bajo la superficie y
descubrir las influencias del pasado. El crear un nuevo conflicto sería
solamente hacer más largo y más difícil el trabajo psicoanalítico.
Conjurar de
propósito nuevas situaciones de sufrimiento para hacer posible el tratamiento
de un conflicto instintivo latente no es el mejor logro profiláctico. La medida
protectora no ha de producir la misma situación de peligro que crea la
enfermedad misma, sino solamente algo mucho más leve. En la profilaxis
psicoanalítica, por tanto, contra conflictos instintivos los únicos métodos que
pueden ser considerados son los otros dos que hemos mencionado: la producción
artificial de nuevos conflictos en la transferencia (conflictos a los que,
después de todo, les falta el carácter de realidad) y la presentación de
conflictos reales en la imaginación del paciente hablándole acerca de ellos y
familiarizándole con su posibilidad.
En primer lugar, las
posibilidades de tal situación en la transferencia son muy limitadas. Los
pacientes no pueden llevar por sí mismos todos sus conflictos a la
transferencia, ni el psicoanalista puede concitar todos sus posibles conflictos
instintivos a partir de la situación transferencial (provocar sus celos,
decepciones en amor). Estas cosas suceden por sí mismas en la mayor parte de
los análisis. En segundo lugar, no debemos pasar por alto el hecho de que todas
las medidas de esta clase obligarían al psicoanalista a conducirse de un modo
inamistoso con los pacientes, y esto tendría un efecto perturbador sobre la
actitud afectiva -sobre la transferencia positiva-, que es el motivo más fuerte
para que el paciente participe en el trabajo común del psicoanálisis. Así, no
habríamos de esperar mucho de este procedimiento.
Esto nos deja
abierto solamente un método -el que probablemente fue el único que
primitivamente se tuvo en cuenta-. Le hablamos al paciente acerca de las
posibilidades de otros conflictos instintivos y provocamos la expectación de
que tales conflictos puedan aparecer en él. Lo que esperamos es que esta
información y esta advertencia tendrán el efecto de activar uno de los
conflictos que hemos indicado en un grado moderado y, sin embargo, suficiente
para el tratamiento. Pero el resultado esperado no aparece. El paciente oye
nuestro mensaje, pero falta la resonancia.
V
Los factores
decisivos para el éxito de nuestros esfuerzos terapéuticos eran el influjo de
una etiología traumática, la fuerza relativa de los instintos que han de ser
controlados y una cosa que hemos llamado una alteración del yo.
Respecto al tercer
factor, la situación analítica consiste en que nos aliamos con el yo de la
persona sometida al tratamiento con el fin de dominar partes de su ello que se
hallan incontroladas; es decir, de incluirlas en la síntesis de su yo. El hecho
de que una cooperación de esta clase fracasa habitualmente en el caso de los
psicóticos nos permite sentar sólidamente nuestros pies para establecer un
juicio. Si hemos de poder hacer un pacto con el yo, éste ha de ser “normal”.
Toda persona normal es de hecho solamente normal en cuanto pertenece a la
media. Su yo se aproxima al del psicótico en uno u otro aspectos y en mayor o
menor cantidad; y el grado de su alejamiento de un extremo de la serie y de su
proximidad al otro nos proporcionará una medida provisional de lo que hemos
llamado con tanta imprecisión «alteración del yo».
Esas alteraciones
son o congénitas o adquiridas. Si son adquiridas ciertamente, lo habrán sido en
el curso del desarrollo, empezando ya en los primeros años de la vida. Porque
el yo ha de intentar, desde el principio, realizar su tarea de mediar entre su
ello y el mundo externo al servicio del principio del placer y proteger al ello
de los peligros del mundo exterior. Bajo la influencia de la educación, el yo
se va acostumbrando a llevar el escenario de la lucha desde fuera adentro y a
dominar el peligro interno antes que se convierta en peligro externo, y
probablemente la mayor parte de las veces tiene razón al hacerlo así. Durante
esta lucha en dos frentes el yo utiliza varios procedimientos para evitar el
peligro, la ansiedad y el displacer. A estos procedimientos los llamamos
«mecanismos de defensa».
La represión tiene
la misma relación con los otros métodos de defensa que la omisión tiene con la
distorsión del texto, y en las diferentes formas de esta falsificación podemos
descubrir paralelos con la diversidad de modos en los que el yo se altera. El
aparato psíquico no tolera el displacer, ha de eliminarlo a toda costa, y si la
percepción de la realidad lleva consigo displacer, aquella percepción debe ser
sacrificada. Pero no podemos huir de nosotros mismos; no es un remedio frente
al peligro interno. Y por esta razón los mecanismos defensivos del yo están
condenados a falsificar nuestra percepción interna y a darnos solamente una
imagen imperfecta y desfigurada de nuestro ello.
Los mecanismos de
defensa sirven al propósito de alejar los peligros. Pero también a su vez,
pueden convertirse en peligros. A veces resulta que el yo ha pagado un precio
demasiado alto por los servicios que le prestan. Además, esos mecanismos no se
extinguen después de haber ayudado al yo durante los años difíciles de su
desarrollo. Cada persona sólo utiliza una selección de ellos. Se convierten en
modos regulares de reacción de su carácter, que se repiten a lo largo de su
vida cuando se presenta una situación similar a la primitiva. Esto los
convierte en infantilismos. EI yo del adulto, con su fuerza incrementada,
continúa defendiéndose contra peligros que ya no existen en la realidad; para
poder justificar, en relación con ellas, el que mantengan sus modos habituales
de reacción. Así producen una alienación más amplia del mundo exterior y una
debilitación permanente del yo, facilitando el camino para la irrupción de la
neurosis.
Lo que intentamos
descubrir es la influencia que las alteraciones del yo, que corresponden los
mecanismos de defensa, tienen sobre nuestros esfuerzos terapéuticos. EI
paciente repite esos modos de reacción durante el trabajo analítico. Nuestro
trabajo terapéutico se halla oscilando continuamente hacia adelante y hacia
atrás, entre un fragmento de análisis del ello y otro del análisis del yo. En
el primer caso necesitamos hacer consciente algo del ello; en el otro queremos
corregir algo del yo. Lo importante es que los mecanismos defensivos dirigidos
contra el peligro primitivo reaparecen en el tratamiento como resistencias
contra la curación. De aquí resulta que el yo considera la curación como un
nuevo peligro.
EI efecto
terapéutico depende de que se haga consciente lo que se halla reprimido en el
ello. Preparamos el camino para esta concienciación por las interpretaciones y
las construcciones, pero interpretamos sólo para nosotros y no para el
paciente, en tanto el yo se aferra a sus antiguas defensas y no abandona sus
resistencias. Ahora bien: esas resistencias, aunque pertenecen al yo, son
inconscientes y en cierto modo se hallan aisladas dentro de él. Durante el
trabajo sobre las resistencias el yo cesa de apoyar nuestros esfuerzos para
descubrir el ello; desobedece la regla fundamental del análisis y no permite
que emerja nada derivado de lo reprimido. No podemos esperar que el paciente
tenga una gran convicción sobre el poder curativo del análisis. Puede haber
traído consigo un cierto grado de confianza en el analista, que será reforzado
por la transferencia positiva que se creará en él. Bajo el influjo de los
impulsos displacenteros que siente como resultado de la reactivación de sus
conflictos defensivos, las transferencias negativas pueden ocupar el primer
plano y anular por completo la situación psicoanalítica. Ahora el paciente mira
al psicoanalista como a un extraño que tiene exigencias desagradables para él y
se conduce entonces como un niño que no gusta del extraño y no cree nada de lo
que le dice. Si el psicoanalista intenta explicar al paciente una de las
distorsiones hechas por él con propósitos de defensa y corregirle, lo encuentra
sin comprensión e inaccesible a los argumentos mejor fundamentados. Así vemos
que existe una resistencia al descubrimiento de las resistencias, y los
mecanismos defensivos merecen realmente el nombre que les hemos dado
primitivamente aun antes de haberlos examinado en detalle. Son resistencias no
sólo a la concienciación de los contenidos del ello, sino también al análisis
como un todo y, por tanto, a la curación.
El efecto producido
en el yo por las defensas puede describirse acertadamente como una «alteración
del yo», si por esto comprendemos una desviación de la ficción de un yo normal
que garantizaría una inquebrantable lealtad al trabajo del análisis. Es fácil
entonces aceptar el hecho, que la experiencia diaria muestra, de que el
resultado de un tratamiento psicoanalítico depende esencialmente de la fuerza y
de la profundidad de las raíces de esas resistencias, que dan lugar a una
alteración del yo.
VI
Con el
reconocimiento de que las propiedades del yo que encontramos bajo la forma de
resistencias pueden ser tanto determinadas por la herencia como adquiridas en
las luchas defensivas pierde mucho de su valor para nuestra investigación la
distinción topográfica entre lo que es yo y lo que es ello. Si damos un paso
más en nuestra experiencia analítica llegamos a resistencias de otro tipo, que
ya no podemos localizar y que parecen depender de condiciones fundamentales del
aparato psíquico. Encontramos personas, por ejemplo, a quienes nos sentiríamos
inclinados a atribuir una especial «adhesividad de la libido». Los procesos que
el tratamiento pone en marcha son mucho más lentos en ellas que en otras
personas, porque al parecer no pueden acostumbrarse a separar las catexis
libidinales (la concentración de deseos sobre algún objeto e idea; también la
cantidad de deseos así concentrados) de un objeto para transferirlas a otro,
aunque no podamos descubrir una especial razón para esta lealtad de las
catexis. Encontramos también el tipo de persona opuesto, en el que la libido
parece particularmente movilizable; entra fácilmente en las nuevas catexis
sugeridas por el análisis, abandonando las antiguas. La diferencia entre los
dos tipos es comparable a la que sentiría un escultor según trabajara en una
piedra dura o en el blando yeso. Por desgracia, en este segundo tipo los
resultados del análisis resultan ser con frecuencia muy poco duraderos; las
nuevas catexis son pronto abandonadas.
En otro grupo de
casos nos vemos un agotamiento de la plasticidad, de la capacidad de cambio y
de desarrollo que ordinariamente esperaríamos, casi invariablemente observamos
que el impulso no penetra en ellos sin una marcada vacilación («resistencia del
ello»).
En otro grupo de
casos las características distintivas del yo, que han de hacerse responsables
como fuentes de la resistencia hacia el tratamiento psicoanalítico y como
impedimentos para el éxito terapéutico, pueden surgir de raíces más profundas y
diferentes. Aquí tratamos con las cosas últimas, de las que la investigación
psicológica puede aprender algo: la conducta de los dos instintos primigenios,
su distribución, su mezcla y su difusión -cosas de las que no se puede pensar
que están confinadas a una simple provincia del aparato psíquico, el ello, el
yo o el super-yo-. Durante el trabajo analítico no se obtiene otra impresión de
la resistencia, sino la de que es una fuerza que se defiende con todos los medios
posibles contra la curación y que se halla completamente resuelta a aferrarse a
la enfermedad y al sufrimiento. Una parte de esta fuerza ha sido reconocida
como el sentimiento de culpa y la necesidad de castigo y la hemos localizado en
la relación del yo con el super-yo. Pero otras porciones de esta misma fuerza,
ligadas o libres, pueden actuar en otros lugares no especificados. Por ejemplo,
los fenómenos del masoquismo son inequívocas indicaciones de la presencia del
instinto de muerte. Solamente por la acción mutuamente concurrente u opuesta de
los dos instintos primigenios Eros y Thanatos, podemos explicar la rica
multiplicidad de los fenómenos de la vida.
AI estudiar los
fenómenos que testimonian de la actividad del instinto de destrucción no estamos
confinados a hacer observaciones en un material patológico. Muchos hechos de la
vida psíquica normal piden una explicación de esta clase, y cuanto más aguda se
hace nuestra mirada, con mayor frecuencia los encontramos.
La tendencia a un
conflicto es algo especial, algo sobreañadido a la situación,
independientemente de la cantidad de libido. Una tendencia, que emerge
independientemente, a presentar conflictos de esta clase no puede realmente
atribuirse a nada, sino a la intervención de un elemento de agresividad libre.
Los dos principios
fundamentales de Empédocles -jilia y neicoz- son en cuanto al hombre y a la
función los mismos que nuestros dos instintos primigenios, el Eros y la
tendencia a la destrucción, el primero de los cuales se dirige a combinar lo
que existe en unidades cada vez mayores, mientras que el segundo aspira a
disolver esas combinaciones y a destruir las estructuras a las que han dado
lugar.
VII
En 1927 Ferenczi
dice que «el análisis no es un proceso sin fin, sino que puede ser llevado a
una natural terminación con suficiente habilidad y paciencia por parte del
analista». Sin embargo, el trabajo en conjunto me parece contener una
advertencia de no aspirar al acortamiento del psicoanálisis, sino a su
profundización. Ferenczi señala que el éxito depende muy ampliamente de que el
analista haya aprendido lo bastante de sus propios «errores y equivocaciones» y
haya corregido los «puntos débiles de su personalidad». Entre los factores que
influencian los progresos del tratamiento psicoanalítico y añaden dificultades
del mismo modo que las resistencias, deben tenerse en cuenta no sólo la
naturaleza del yo del paciente, sino la individualidad del psicoanalista.
No puede negarse que
los psicoanalistas no han llegado invariablemente en su propia personalidad al
nivel de normalidad psíquica hasta el cual desean educar a sus pacientes. Los
psicoanalistas son personas que han aprendido a practicar un arte peculiar;
además de esto, ha de permitírseles que sean seres humanos como los demás. Sin
embargo, las condiciones especiales del trabajo psicoanalítico hacen que los
propios defectos del analista interfieran en el correcto establecimiento por él
del estado de cosas en su paciente y le impidan reaccionar de un modo eficaz.
Por tanto, es razonable esperar de un psicoanalista -como parte de sus
calificaciones- un grado considerable de normalidad y de salud mentales.
Además, ha de poseer alguna clase de superioridad, de modo que en ciertas
situaciones analíticas pueda actuar como modelo para su paciente y en otras
como maestro. Y, finalmente, no debemos olvidar que la relación psicoanalítica
está basada en un amor a la verdad -esto es, en el reconocimiento de la
realidad- y que esto excluye cualquier clase de impostura o engaño.
Hagamos aquí una
pausa por un momento para asegurar al psicoanalista que tiene nuestra sincera
simpatía por las exigentes demandas que ha de satisfacer al realizar sus
actividades. Evidentemente, no podemos pedir que el que quiera ser
psicoanalista sea un ser perfecto antes de emprender el análisis. En un
psicoanálisis didáctico empieza su preparación para sus futuras actividades.
Por razones prácticas este análisis sólo puede ser breve e incompleto. Su
objetivo principal es capacitar a su profesor para juzgar si el candidato puede
ser aceptado para un enfrentamiento posterior. Habrá cumplido sus propósitos si
proporciona al principiante una firme convicción de la existencia del
inconsciente, si le capacita, cuando emerge material reprimido, para percibir
en él mismo cosas que de otro modo le resultarían increíbles y si le muestra
una primera visión de la técnica que ha demostrado ser la única eficaz en el
trabajo analítico. Sólo esto no bastará para su instrucción; pero contamos con
que los estímulos que ha recibido en su propio análisis no cesarán cuando
termine y que los procesos de remodelamiento continuarán espontáneamente en el
sujeto analizado.
Parece que cierto
número de psicoanalistas aprenden a utilizar mecanismos defensivos que les
permiten desviar de sí mismos las implicaciones y exigencias del análisis
(probablemente dirigiéndolas hacia otras personas), de modo que ellos siguen
siendo como son y pueden sustraerse a la influencia crítica y correctiva del
psicoanálisis. No sería sorprendente que el efecto de una preocupación
constante con todo el material reprimido que lucha por su libertad en la mente
humana comenzara a rebullir en el psicoanalista lo mismo que las exigencias
instintivas, que de otro modo es capaz de mantener reprimidas. Todo analista
debería periódicamente -a intervalos de unos cinco años- someterse a un nuevo
análisis sin sentirse avergonzado de dar este paso. Esto significaría entonces
que no sólo el análisis terapéutico de los pacientes, sino su propio
psicoanálisis, se transformarían desde una tarea terminable en una tarea
interminable.
No quiero decir que
el análisis sea algo que nunca termina. Todo psicoanalista experimentado
recordará un cierto número de casos en los que se ha dado a su paciente una
despedida definitiva. En los casos de análisis de carácter no es fácil prever
una terminación natural, aun cuando se eviten exageradas expectaciones y no se
plantee al psicoanálisis una tarea excesiva. Nuestra aspiración en tal caso es
lograr las condiciones psicológicas mejores posibles para las funciones del yo.
VIII
Tanto en el
psicoanálisis terapéutico como en el del carácter percibimos que dos temas se
presentan con especial preeminencia y proporcionan al analista una cantidad
desmedida de trabajo. Uno es característico de los varones; el otro, de las
mujeres. A pesar de las diferencias de su contenido, existe una clara
correspondencia entre ellos.
Los dos temas son:
en la mujer, la envidia del pene, y en el varón, la lucha contra su actitud
pasiva o femenina frente a otro varón. Lo común a los dos temas es la actitud
hacia el complejo de castración.
Al intentar
introducir este factor en la estructura de nuestra teoría no debemos pasar por
alto el hecho de que, por su misma naturaleza, no puede ocupar la misma
posición en los dos sexos. En los varones la aspiración a la masculinidad es,
desde el principio, sintónica con el yo; la actitud pasiva, puesto que
presupone una aceptación de la castración, se halla reprimida enérgicamente y
con frecuencia su presencia sólo se revela por hipercompensaciones excesivas.
En las hembras también la aspiración a la masculinidad resulta sintónica con el
yo en la fase fálica, antes que haya empezado la evolución de la femineidad-.
Pero entonces sucumbe a los tempestuosos procesos de la represión, cuyo éxito
determina el logro de la femineidad de una mujer. Normalmente grandes porciones
del complejo son transformadas y contribuyen a la formación de su femineidad:
el deseo apaciguado de un pene está destinado a convertirse en el deseo de un
bebé y de un marido que posee un pene. Es extraño, sin embargo, cuán a menudo
encontramos que el deseo de masculinidad ha sido retenido en el inconsciente y
a partir de su estado de represión ejerce un influjo perturbador.
Como se ve por lo
que he dicho, en ambos casos es la actitud apropiada para el sexo opuesto la
que ha sucumbido a la represión.
Ferenczi consideraba
como un requisito para todo psicoanálisis realizado con éxito que esos dos
complejos hubieran sido dominados.
Me gustaría añadir
que, según mi propia experiencia, pienso que al pedir esto pedía demasiado. En
ningún momento del trabajo psicoanalítico se sufre más de un sentimiento
opresivo de que los repetidos esfuerzos han sido vanos y se sospecha que se ha
estado «predicando en el desierto» que cuando se intenta persuadir a una mujer
de que abandone su deseo de un pene porque es irrealizable, o cuando se quiere
convencer a un hombre de que una actitud pasiva hacia los varones no siempre
significa la castración y es indispensable en muchas relaciones de la vida. La
rebelde hipercompensación del varón produce una de las más intensas
resistencias a la transferencia. Se niega a sujetarse a un padre-sustituto o a
sentirse en deuda con él por cualquier cosa y, por consiguiente, se niega a
aceptar su curación por el médico. Del deseo de un pene por parte de la mujer
no puede provocarse una transferencia análoga, pero es en ella la fuente de
graves episodios de depresión debidos a una convicción interna de que el
análisis de nada servirá y que nada puede hacerse para ayudarla. Y hemos de
aceptar que está en lo cierto cuando sabemos que su más fuerte motivo para el
tratamiento era la esperanza de que, después de todo, todavía podría obtener un
órgano masculino, cuya ausencia era tan penosa para ella.
Pero también
aprendemos de esto que no es importante la forma en que aparece la resistencia,
sea como una transferencia o no. La cosa decisiva sigue siendo que la
resistencia evita que aparezca cualquier cambio, que todo continúa como antes
estaba. Con frecuencia tenemos la impresión de que con el deseo de un pene y la
protesta masculina hemos penetrado a través de todos los estratos psicológicos
y nuestras actividades han llegado a su fin. Esto es probablemente verdad,
puesto que para el campo psíquico el territorio biológico desempeña en realidad
la parte de la roca viva subyacente. La repudiación de la femineidad puede no
ser otra cosa que un hecho biológico, una parte del gran enigma de la
sexualidad. Sería difícil decir si y cuándo hemos logrado domeñar este factor
en un tratamiento psicoanalítico. Sólo podemos consolarnos con la certidumbre
de que hemos dado a la persona analizada todos los alientos necesarios para
reexaminar y modificar su actitud hacia él.
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