Sibilia, P. - “El hombre postorgánico” Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales”


  • Capitalismo

Mutaciones, la crisis del capitalismo industrial
El capitalismo nació industrial. Los principales emblemas de la Revolución Industrial son mecánicos: la locomotora, la máquina a vapor, los telares, etc. Pero quizá la máquina más emblemática del capitalismo industrial no sea ninguna de esas sino: el reloj.

Este aparato sencillo y preciso simboliza como ningún otro las transformaciones ocurridas en la sociedad occidental en su ardua transición hacia el industrialismo y su lógica disciplinaria. En el siglo XVI el reloj doméstico hizo su aparición. Pero ese encasillamiento geométrico del tiempo no ocurrió sin violencia: los organismos humanos tuvieron que sufrir una serie de operaciones para adaptarse a los nuevos compases.

Foucault analizó los mecanismos que hacían funcionar la sociedad industrial con el ritmo siempre cronometrado de infinitos relojes, cada vez más precisos en la incansable tarea de pautar el tiempo de los hombres. Este tipo de organización social surgió en Occidente cuando el siglo XVIII estaba finalizando.



En las últimas décadas, sin embargo, se desencadenó un proceso vertiginoso que ha llegado hasta nuestros días: la transición de aquel régimen industrial hacia un nuevo tipo de capitalismo, globalizado y postindustrial. La creciente automatización de las industrias devaluó la fuerza de trabajo obrera, desplegando a escala mundial una crisis aguda y estructural del empleo asalariado. Además, la globalización de los mercados está provocando profundos cambios geopolíticos, y se debilita el protagonismo absoluto de los Estados nacionales. Estos procesos se vinculan, también, con un vaciamiento del ámbito político, en relación directa con fenómenos como la privatización de los espacios públicos, la desactivación de los canales tradicionales de acción política y un clima de desmovilización en todos los niveles.

Simultáneamente, el capital financiero se yuxtapone al productivo y activa la circulación de sus flujos alrededor del planeta.


Luego de la crisis de 1973, cuando el dólar estadounidense perdió el respaldo de la convertibilidad en oro que le otorgaba la Reserva Federal de los Estados Unidos, se radicalizó la separación entre las esferas productiva y financiera. Así comenzó la transición hacia un sistema global de tasas fluctuantes, una propensión que sólo se acentuó en los años siguientes con la diseminación de diversas tecnologías basadas en medios digitales, como las tarjetas de crédito y débito, los cajeros electrónicos, las transferencias automáticas, etc. Ese largo proceso histórico que tiende a la virtualización del dinero parece desembocar de manera triunfante en Internet, la red mundial de computadoras: varias compañías informáticas y financieras se asociaron en busca de un formato de moneda digital que logre imponerse como estándar global. Ahora también el dinero es información digital.

Pero el dinero no es el único que se está volviendo obsoleto en su formato material. Hasta el mismo concepto de propiedad privada, tan apegado al modo de producción capitalista, parece afectado de algún modo. En un régimen que se yuxtapone al de la propiedad privada estaría ganando fuerza una noción bastante más volátil y flexible: el acceso. Verbos como tener, guardar y acumular, perderían buena parte de sus antiguos sentidos. Lo que cuenta cada vez más no es tanto la posesión de los bienes sino la capacidad de acceder a su utilización como servicios.


Las transformaciones se propagan aceleradamente y, al parecer, en esa metamorfosis el capitalismo se fortalece. Hoy no solo están en alta los servicios más diversos, sino también el marketing y el consumo. El diagnóstico de Marx acerca del fetichismo de la mercancía parece alcanzar su ápice, puesto que pasó a regir prácticamente todos los hábitos socioculturales.


Hard y Negri en su libro “Imperio”, dicen lo que sigue: “podría decirse que, en este paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control, se logra establecer plenamente la relación cada vez más intensa de implicaciones mutua de todas las fuerzas sociales, objetivo que el capitalismo había perseguido a lo largo de todo su desarrollo”.


En este contexto, la tecnología adquiere una importancia fundamental, pasando de viejas leyes mecánicas y analógicas a los nuevos órdenes informáticos y digitales.

Deleuze creó el concepto de sociedades de control para designar el nuevo tipo de formación social que entonces apenas empezaba a asomar. En la sociedad contemporánea imperan ciertas técnicas de poder cada vez menos evidentes, pero más sutiles y eficaces, pues permiten ejercer un control total de los espacios abiertos. A medida que pierde fuerza la vieja lógica mecánica (cerrada y geométrica, progresiva y analógica) de las sociedades disciplinarias, emergen nuevas modalidades digitales (abiertas y fluidas, continuas y flexibles) que se dispersan aceleradamente por toda la sociedad. La lógica de funcionamiento vinculada a los nuevos dispositivos de poder es total y constante, opera con velocidad y en corto plazo. Su impulsividad suele ignorar todas las fronteras: atraviesa espacios y tiempos, devora el “afuera” y fagocita cualquier alternativa que se interponga en su camino. Por eso, la nueva configuración social se presenta como totalitaria en un nuevo sentido: nada, nunca, parece quedar fuera de control. De ese modo, se esboza el surgimiento de un nuevo régimen de poder y saber, asociado al capitalismo de cuño postindustrial.


No cabe duda de que el emblemático reloj sigue liderando el escenario global. Pero tampoco él dejó de sufrir el upgrade de rigor, que lo hizo pasar de las viejas leyes mecánicas y analógicas a los flamantes influjos informáticos.  Lejos de perder vigencia, todavía persiste el clásico lema burgués: “el tiempo es dinero”.


Del productor-disciplinado al consumidor-controlado

Las sociedades industriales desarrollaron toda una serie de dispositivos destinados a modelar los cuerpos y las subjetividades de sus ciudadanos. Son las técnicas disciplinarias rigurosamente aplicadas en las diversas instituciones de encierro que componían el tejido social de los Estados nacionales: escuelas, fábricas, hospitales, prisiones, cuarteles, asilos, etc. Entre esos dispositivos, cabe destacar la arquitectura panóptica, la técnica de la confesión y la reglamentación del tiempo de todos los hombres, desde el nacimiento hasta la muerte.


Esos mecanismos promovieron una autovigilancia generalizada, cuyo objetivo era la “normalización” de los sujetos: su sujeción a la norma. Se trata de tecnología de biopoder, es decir, de un poder que apunta directamente a la vida, administrándola y modelándola para adecuarla a la normalidad. Como resultado se fueron configurando ciertos tipos de cuerpos y determinados modos de ser. Los dispositivos de biopoder de la sociedad industrial apuntaban a la construcción de cuerpos dóciles destinados a alimentar los engranajes de la producción fabril. Dichos cuerpos no sólo eran dóciles sino también útiles, porque respondían y servían a determinados intereses económicos y políticos. Esa intencionalidad no era subjetiva: los intereses que sustentaron el capitalismo de base industrial son bastante explícitos, pero son anónimos, no tienen rostro, dueño o nombres propios que los identifiquen de manera clara y objetiva.


El proceso de formateo de los cuerpos tiene una doble faz. Por un lado, las fuerzas corporales son incrementadas y estimuladas en términos económicos de utilidad; en este sentido, la aptitud del sujeto adiestrado se potencia. Por otro lado, las fuerzas corporales son disminuidas y subyugadas en términos políticos de obediencia, en este caso, la dominación del sujeto disciplinado se acentúa.

Sin embargo, hay un detalle muy importante: la capacidad de oponer resistencia está siempre presenta y es un componente fundamental de todos estos procesos; es inherente a las relaciones de poder, por definición.

Para construir socialmente al producto disciplinado hubo que desplegar una complicada operación política: aprisionarlo en un determinado régimen de poder y someterlo a un conjunto de reglas y normas, en un complejo juego de relaciones capilares, micropolíticas, capaces de amarrar los cuerpos y las subjetividades al aparato de producción capitalista.


Pero el contexto actual difiere bastante de aquel escenario de la sociedad moderna en su apogeo industrial. Por eso, cabe suponer que están emergiendo nuevos modos de subjetivacion, distintos de aquellos que produjeron los cuerpos dóciles y útiles de los sujetos disciplinarios. El nuevo capitalismo se erige sobre el inmenso poder de procesamiento digital y metaboliza las fuerzas vitales con una voracidad inaudita, lanzando y relanzando constantemente al mercado nuevas subjetividades. Los modos de ser constituyen mercaderías muy especiales, que son adquiridas y de inmediato descartadas. Así, la ilusión de una identidad fija y estable, tan relevante en la sociedad moderna e industrial, va cediendo terreno a los “kits de perfiles estandarizados” o “identidades pret-à-porter”. Se trata de modelos subjetivos efímeros y descartables vinculados a las caprichosas propuestas y a los volátiles intereses del mercado.


Comentaremos diversas mutaciones que están ocurriendo en los distintos ámbitos del imaginario social, e intentaremos localizar su impacto en la producción de cuerpos y subjetividades. Una primera pista surge de la comparación entre las lógicas de funcionamiento del régimen disciplinario, por un lado, y de la sociedad de control, por el otro. La primera opera con moldes y busca la adecuación a las normas, porque es al mismo tiempo masificante e individualizante. En un bloque único y homogéneo (la masa) se modelan los cuerpos y las subjetividades de casa individuo en particular. En cambio, en la sociedad contemporánea tanto la noción de masa como la de individuo han perdido preeminencia y han mutado. Emergen otras figuras en lugar de aquellas: el papel de consumidor, por ejemplo, ha ido adquiriendo una relevancia cada vez mayor. En lugar de integrarse en una masa, el consumidor forma parte de diversas muestras, nichos de mercado, segmentos de público, target y bancos de datos.

Cada vez más, la identificación del consumidor pasa por su perfil: una serie de datos sobre su condición socioeconómica, sus hábitos y preferencias de consumo. Todas estas informaciones se acumulan mediante formularios de encuestas y se procesan digitalmente; luego se almacenan en bases de datos con acceso a través de redes, para ser consultadas, vendidas, compradas, utilizadas por las empresas con sus estrategias de marketing. De ese modo, el propio consumidor pasa a ser un producto en venta.


Mientras los habitantes del mundo globalizado van incorporando el renovado papel de consumidores, la lógica de la empresa impone su modelo omnipresente a todas las instituciones. Antes, esa función correspondía a la cárcel, que operaba con el modelo analógico de la fábrica y las demás instituciones de encierro. Pero ahora se observa una transición del productor disciplinado (el sujeto de las fábricas) hacia el consumidor controlado (el sujeto de las empresas). En estas nuevas organizaciones sociales no hay dueños ni patrones claramente identificables: en un ámbito de jerarquías confusas, los gerentes abundan y los obreros tienden a desaparecer. No sorprende que las prácticas de la resistencia de las sociedades disciplinarias hayan perdido buena parte de su afectividad, desde las huelgas y marchas hasta las más diversas acciones sindicales.


Las modalidades de trabajo también cambian y se expanden, tanto en el espacio como en el tiempo. Se ha abandonado el esquema de horarios fijos y las jornadas de trabajo estrictamente delimitadas en rígidas coordenadas espacio-temporales; hoy surgen nuevos hábitos laborales que privilegian contratos a corto plazo basados en la ejecución de proyectos específicos y enaltecen la flexibilidad. Los muros de las empresas también se derrumban: los empleados están cada vez más pertrechados por un conjunto de dispositivos de conexión permanente que desdibujan los límites entre espacio de trabajo y lugar de ocio, entre tiempo de trabajo y tiempo libre (“collares electrónicos”, como los bautizó Deleuze). Todos deben estar constantemente disponibles. En ese mundo sin afuera, el encierro ha sido superado claramente como la principal técnica de poder y saber.


El consumidor está condenado a la deuda perpetua. La lógica de la deuda sugiere algunas características interesantes de las nuevas modalidades de formateo de cuerpos y almas. Convertida en una especie de moratoria infinita, la finalidad de la deuda no consiste en ser saldada sino en permanecer eternamente como tal: flexible, inestable, negociable, continua. Aunque suene paradójico, hoy es una señal de pobreza no tener deudas: no disponer de acceso al crédito, carecer de credibilidad en el mercado, etc.

Por tanto, el antiguo sistema de encierro, disciplina y vigilancia, como la nueva modalidad de consumo desenfrenado y deuda ilimitada representan mecanismos de exclusión. 
  • Tecnociencia
El hombre postorgánico: un proyecto fáustico
Superando la noción convencional de “poder””, esas redes de relaciones encarnan un complejo juego de fuerzas, en lugar de una instancia unidireccional y puramente negativa, cuyo objetivo sería reprimir o prohibir. Porque las relaciones de poder son vectores productivos que todo lo atraviesan, en lucha constante con otras fuerzas sociales que también están tratando de imponerse y que suelen incitar transformaciones. En las fluidas interpretaciones entre los cuerpos y la tecnociencia contemporánea, esos juegos de poder revelan claramente su calidad productiva (y no solo negativa), ya que no pretenden despertar temores y causar dolor, sino que inducen al placer, además de engendrar diversas prácticas, discursos y saberes, que dan luz a nuevas formas de pensar, vivir y sentir. En síntesis: nuevos modos de ser.

Esa articulación entre poderes y saberes genera diversas tácticas políticas. Para comprender los tipos de cuerpos y subjetividades que se están conformando en nuestra sociedad, con la imprescindible ayuda de la teleinformática y las biotecnologías, habrá que sumergirse en las bases filosóficas de la tecnociencia contemporánea.
¿Qué tipo de saber es el que entiende al cuerpo humano como una configuración orgánica condenada a la obsolescencia y lo convierte en un objeto de la post-evolución? En los saberes hegemónicos contemporáneos fulguran ciertas tendencias neo-gnósticas, que rechazan el carácter orgánico y material del cuerpo humano y pretenden superarlo, buscando el ideal ascéptico, artificial, virtual e inmortal.

Son varios los mitos que expresan, en la tradición occidental, la mezcla de fascinación y terror causada por las posibilidades de la tecnología y del conocimiento. Entre los griegos se destaca el clásico Prometeo, un titán que proporcionó a los hombres el fuego y obtuvo a cambio el más severo castigo de los dioses. Este mito denuncia la arrogancia de la humanidad. Fausto es otro de los personajes míticos, cuya historia fue contada en diversas versiones, pero en todas ellas “la tragedia o la comedia se produce cuando Fausto pierde el control de las energías de su mente, que entonces pasan a adquirir vida propia, dinámica y altamente explosiva”. Animado por una voluntad de crecimiento infinito y atizado por el deseo de superar sus propias posibilidades, Fausto firma un pacto con el Diablo y asume el riesgo de desatar potencias infernales.

La tradición prometeica y la tradición fáustica constituyen dos líneas de pensamiento sobre la técnica que pueden rastrearse en los textos teóricos y científicos de los siglos XIX y XX.
Se trata de una aproximación metafórica: la alusión a esos mitos pretende nombrar dos tendencias identificables en la base filosófica de la tecnociencia de distintas épocas, pero no constituyen necesariamente una dicotomía. Ciertos rasgos característicos subyacen en la producción de conocimientos del periodo industrial y de la actualidad, y permiten comprender los juegos de saberes y poderes que marcan los cuerpos y contribuyen activamente a la construcción de mundos.

Si la tradición prometeica pretende doblegar técnicamente a la naturaleza, lo hace apuntando al “bien común” de la humanidad y en la emancipación de la especie, sobre todo de las clases oprimidas. Este tipo de saber anhela mejorar las condiciones de vida a través de la tecnología. Con una firme confianza en el progreso, los prometeicos ponen el acento en la ciencia como “conocimiento puro” y tienen una visión meramente instrumental de la técnica. Esos procesos de la tradición prometeica tienen una duración indefinida, pero se hunden en las profundidades del futuro, no se los considera infinitos. Porque los devotos del prometeismo consideran que hay límites con respecto a lo que se puede conocer, hacer y crear. Se percibe en sus discursos un espacio reservado a los misterios del origen de la vida y de la evolución biológica, todas cuestiones que excederían la racionalidad científica.
El progreso de los saberes y las herramientas prometeicas redunda, lógicamente, en cierto “perfeccionamiento” del cuerpo, pero sin quebrar jamás las fronteras impuestas por la “naturaleza humana”.

Sin embargo, es obvio que esta resistencia de la vida orgánica a la penetración de las herramientas tecnocientíficas constituye un fuerte límite para el conocimiento y las potencialidades humanas, y también es evidente que las cosas han cambiado.
En la últimas dos décadas, sufrieron serias convulsiones la fe en la racionalidad humana y la confianza en el progreso y en el sentido de la historia, todos pilares que sustentaban el proyecto científico moderno. El antiguo prometeismo, en fin, está en decadencia. Pero aquí entra en escena otra vertiente filosófica de la tecnociencia: la tradición fáustica.
La tradición fáustica se esfuerza por desenmascarar los argumentos prometeicos, revelando el carácter esencial tecnológico del conocimiento científico: habría una dependencia, tanto conceptual como ontológica, de la ciencia con respecto a la técnica.

De acuerdo con la perspectiva fáustica, entonces, los procedimientos científicos no tendrían como meta la verdad o el conocimiento de la naturaleza íntima de las cosas, sino una comprensión restringida de los fenómenos para ejercer la previsión y el control; ambos propósitos estrictamente técnicos. Podríamos insinuar que existe una cierta afinidad entre la técnica fáustica y el capitalismo, con su impulso hacia la acumulación de capital.

Es cierto que la fuerza simbólica del titán griego todavía persiste. Toda la producción industrial se basó en el uso del fuego, y los combustibles fósiles siguen siendo el emblema de la Revolución Industrial. Pero los nuevos saberes y las flamantes prácticas de la tecnociencia de inspiración fáustica parecen dispuestos a dejar atrás esas viejas artes pirotécnicas. Las herramientas y los combustibles característicos de la sociedad industrial serán reemplazados por otro tipo de instrumental y otras fuentes de energía. Estas nuevas modalidades son de inspiración electrónica y digital, y ostentan una capacidad de modelar las materias vivas e inertes de formas inusitadas.

La meta del proyecto tecnocientífico actual no consiste en mejorar las miserables condiciones de vida de la mayoría de los hombres; en cambio, parece atravesado por un impulso insaciable e infinitista que ignora explícitamente las barreras que solían delimitar al proyecto científico prometeico. Un impulso ciego hacia el dominio y la apropiación total de la naturaleza, tanto exterior como interior al cuerpo humano.

Inmortalidad: más allá del tiempo humano
La tecnociencia contemporánea constituye un saber del tipo fáustico, pues anhela superar todas las limitaciones derivadas del carácter material del cuerpo humano, a las que entiende como obstáculos orgánicos que restringen las potencialidades y ambiciones de los hombres. Uno de esos límites corresponde al eje temporal de la existencia.
Por eso, con el fin de romper esa barrera impuesta por la temporalidad humana, el arsenal tecnocientífico se puso al servicio de la reconfiguración de lo vivo, en lucha contra el envejecimiento y la muerte.

Algunas investigaciones en el área de la biotecnología, su objetivo no consiste solamente en extender o ampliar las capacidades  del cuerpo humano, sino que apuntan mucho más lejos: hacen gala de una vocación ontológica, una aspiración trascendental que vislumbra en los instrumentos tecnocientíficos la posibilidad de crear vida. Y la tecnociencia contemporánea parece realmente dispuesta a redefinir todas las fronteras y todas las leyes, subvirtiendo la antigua prioridad de lo orgánico sobre lo tecnológico y tratando a los seres naturales preexistentes como materia prima manipulable.

Asistimos al surgimiento de un nuevo tipo de saber, con un ansia inédita de totalidad. Fáustico, este tipo de conocimiento pretende ejercer un control sobre la vida, tanto humana como no humana, y superar sus antiguas limitaciones biológicas, incluso la más fatal de todas ellas: la mortalidad. En los discursos de la nueva tecnociencia, el “fin de la muerte” parece extrapolar todo sustrato metafórico para presentarse como un objetivo explícito: las tecnologías de la inmortalidad están en la mira de varias investigaciones actuales.
Lo que está claro con todo esto es que la oposición binaria entre vida y muerte fue sacudida. Así, abandonando el horizonte analógico para alinearse a una perspectiva digital, la muerte pasa a ser una cuestión grado. El acto de fallecer perdió su sentido absoluto y su carácter sagrado para someterse a la “capacidad de restauración” proporcionada por la tecnociencia de inspiración fáustica.

La probabilidad estadística determina el estado del paciente en algún punto entre los polos de lo vivo y lo muerto que marcan los extremos de ese macabro menú.
Varios autores han señalado una tendencia que descalifica la muerte, en los albores de la era Industrial, al extinguir sus rituales públicos y las ceremonias llenas de brillo, características de las sociedades preindustriales.

Foucault asoció dichos fenómenos con el desarrollo del biopoder, que al enfocar prioritariamente la vida en toda su extensión habría atenuado el sentido de la muerte. Así lo anuncia la promesa más fabulosa de la tecnociencia contemporánea: “gracias a la hibridación con sus productos y servicios, el cuerpo humano podría desprenderse de su finitud natural”.
Con poderes que antes concernían a los dioses, los ingenieros de la vida pretenden reformular el mapa de cada hombre, alterar el código genético y ajustar su programación.
Para conquistar la tan preciada inmortalidad, hoy las biotecnologías recurren al instrumental informático.

Virtualidad: más allá del espacio humano
Otro conjunto de restricciones derivadas de la materialidad orgánica del cuerpo humano se refiere al ámbito espacial de su existencia. Un fenómeno tan actual como el imperativo de la conexión responde a la demanda por superar tales barreras espaciales. Las tecnologías de la virtualidad suelen ser alabadas por su capacidad de potenciar y multiplicar las posibilidades humanas. Las nuevas soluciones ofrecidas por la teleinformática permiten superar los límites espaciales: anulan las distancias geográficas sin necesidad de desplazar el cuerpo e inauguran fenómenos típicamente contemporáneos como la “telepresencia” o la “presencia virtual”.

Más allá de “virtualizar” los cuerpos extendiendo su capacidad de acción por el espacio global, la convergencia digital de todos los datos y tecnologías también amplía al infinito las posibilidades de rastreo y colonización de las pequeñas prácticas cotidianas.

La actual obsesión por la seguridad se metaboliza mediante la oferta de dispositivos tecnológicos específicos para que los consumidores del mercado global se sientan protegidos en una época en la cual el contingente de excluidos del mercado capitalista no cesa de aumentar con el desempleo creciente y la miseria desbordando por los márgenes e impregnando el centro de las grandes ciudades.

Las subjetividades y los cuerpos contemporáneos se ven afectados por las tecnologías de la virtualidad y la inmortalidad, y por los nuevos modos que inauguran de entender y vivenciar los límites espacio-temporales que estas tecnologías inauguran.

Ser Humano:
Acompañando las transformaciones de las últimas décadas, los discursos de los medios, las ciencias y las artes están engendrando un nuevo personaje: el hombre postorgánico.

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