En el otoño de 1892, un colega de mi amistad me pidió que examinase a
una joven dama que
desde hacía más de dos años padecía de dolores en las piernas y caminaba
mal. -Agregó a su
solicitud que consideraba el caso como una histeria, aunque no se
hallara en él nada de los
signos habituales de la neurosis. Conocía un poco a la familia y sabía
que en los últimos años
se habían abatido sobre ella muchas desdichas y muy pocas cosas alegres
le pasaban.
Primero había muerto el padre de la paciente; luego su madre debió
someterse a una seria
operación de los ojos, y poco después una hermana casada sucumbió, tras
un parto, a una
vieja dolencia cardíaca. En todas esas penas y todo ese cuidar enfermos
nuestra paciente
había tenido la mayor participación.
No avancé mucho más en el entendimiento del caso después que hube visto
por primera vez a
esta señorita de veinticuatro años. Parecía inteligente y psíquicamente
normal, y sobrellevaba
con espíritu alegre su padecer, que le enervaba todo trato y todo goce;
lo sobrellevaba' con la
«belle indifférence»
de los histéricos, no pude menos
que pensar yo. Caminaba con la parte
superior del cuerpo inclinada hacia adelante, pero sin apoyo; su andar
no respondía a ninguna
de las maneras de hacerlo conocidas por la patología, y por otra parte
ni siquiera era
llamativamente torpe. Sólo que ella se quejaba de grandes dolores al
caminar, y de una fatiga
que le sobrevenía muy rápido al hacerlo y al estar de pie; al poco rato
buscaba una postura de
reposo en que los dolores eran menores, pero en modo alguno estaban
ausentes. El dolor era
de naturaleza imprecisa; uno podía sacar tal vez en limpio: era una
fatiga dolorosa. Una zona
bastante grande, mal deslindada, de la cara anterior del muslo derecho
era indicada como el
foco de los dolores, de donde ellos partían con la mayor frecuencia y
alcanzaban su máxima
intensidad. Empero, la piel y la musculatura eran ahí particularmente
sensibles a la presión y el
pellizco; la punción con agujas se recibía de manera más bien
indiferente. Esta misma
hiperalgesia de la piel y de los músculos no se registraba sólo en ese
lugar, sino en casi todo el
ámbito de ambas piernas. Quizá los músculos eran más sensibles que la
piel al dolor;
inequívocamente, las dos clases de sensibilidad dolorosa se encontraban
más acusadas en los
muslos. No podía decirse que la fuerza motriz de las piernas fuera
escasa; los reflejos eran de
mediana intensidad, y faltaba cualquier otro síntoma, de suerte que no
se ofrecía ningún asidero
para suponer una afección orgánica más seria. La dolencia se había
desarrollado poco a poco
desde hacía dos años, y era de intensidad variable.
No me resultaba fácil llegar a un diagnóstico, pero fui del mismo
parecer que mi colega, por dos
razones. En primer lugar, era llamativo cuán imprecisas sonaban todas
las indicaciones de la
enferma, de gran inteligencia sin embargo, acerca de los caracteres de
sus dolores. Un
enfermo que padezca de dolores orgánicos, si no sufre de los nervios {ner
vós} además de esos
dolores, los describirá con precisión y tranquilidad: por ejemplo, dirá
que son lacerantes, le
sobrevienen con ciertos intervalos, se extienden de esta a estotra
parte, y que, en su opinión,
los, provoca tal o cual influjo. El neurasténico que describe sus
dolores impresiona como si
estuviera ocupado con un difícil trabajo intelectual, muy superior a sus
fuerzas. La expresión de
su rostro es tensa y como deformada por el imperio de un afecto penoso;
su voz se vuelve
chillona, lucha para encontrar las palabras, rechaza cada definición que
el médico le propone
para sus dolores, aunque más tarde ella resulte indudablemente la
adecuada; es evidente, opina
que el lenguaje es demasiado pobre para prestarle palabras a sus
sensaciones, y estas
mismas son algo único, algo novedoso que uno no podría describir de
manera exhaustiva, y por
eso no cesa de ir añadiendo nuevos y nuevos detalles; cuando se ve
precisado a interrumpirlos,
seguramente lo domina la impresión de no haber logrado hacerse entender
por el médico. Esto
se debe a que sus dolores han atraído su atención íntegra. En la
señorita Von R. se tenía la
conducta contrapuesta, y, dado que atribuía empero bastante valor a los
dolores, era preciso
inferir que su atención estaba demorada en algo otro -probablemente en
pensamientos y
sensaciones que se entramaban con los dolores-.
Pero más determinante todavía para la concepción de esos dolores era por
fuerza un segundo
aspecto. Cuando en un enfermo orgánico o en un neurasténico se estimula
un lugar doloroso,
su fisonomía muestra la expresión, inconfundible, del desasosiego o el
dolor físico; además el
enfermo se sobresalta, se sustrae del examen, se defiende. Pero cuando
en la señorita Von R.
se pellizcaba u oprimía la piel y la musculatura hiperálgicas de la
pierna, su rostro cobraba una
peculiar expresión, más de placer que de dolor; lanzaba unos chillidos
-yo no podía menos que
pensar: como a raíz de unas voluptuosas cosquillas-, su rostro
enrojecía, echaba la cabeza
hacia atrás, cerraba los ojos, su tronco se arqueaba hacia atrás. Nada
de esto era demasiado
grueso, pero sí lo bastante nítido, y compatible sólo con la concepción
de que esa dolencia era
una histeria y la estimulación afectaba una zona histerógena.
El gesto no armonizaba con el dolor que supuestamente era excitado por
el pellizco de los
músculos y la piel; probablemente concordaba mejor con el contenido de
los pensamientos
escondidos tras ese dolor y que uno despertaba en la enferma mediante la
estimulación de las
partes del cuerpo asociadas con ellos. Yo había observado repetidas
veces parecidos gestos
significativos a raíz de la estimulación de zonas hiperálgicas en casos
seguros de histeria; los
otros ademanes correspondían evidentemente a la insinuación levísima de
un ataque histérico.
En cuanto a la desacostumbrada localización de las zonas histerógenas,
no se obtuvo al
comienzo esclarecimiento alguno. Además, daba que pensar que la
hiperalgesia recayera
principalmente sobre la musculatura. La dolencia más frecuente culpable
de la sensibilidad
difusa y local de los músculos a la presión es la infiltración reumática
de ellos, el reumatismo
muscular crónico común, cuya aptitud para crear el espejismo de unas
afecciones nerviosas ya
mencioné. La consistencia de los músculos doloridos en la señorita Von
R. no contradecía este
supuesto; se encontraban muchos tendones duros en las masas musculares, y
además
parecían particularmente sensibles. Lo probable, entonces, era que
hubiera sobrevenido una
alteración orgánica de los músculos en el sentido indicado, en la cual
la neurosis se apuntaló
haciendo aparecer exageradamente grande su valor.
También la terapia partió de la premisa de que se trataba de una
enfermedad mixta.
Recomendamos que continuaran los masajes y faradización sistemáticos de
los músculos
sensibles, a pesar del dolor que ello producía, y yo me reservé el
tratamiento de las piernas con
intensas descargas eléctricas, a fin de poder mantenerme en relación con
la paciente. A su
pregunta sobre si debía obligarse a caminar, respondimos con un «Sí»
terminante.
Así obtuvimos una mejoría leve. Muy en particular, parecían
entusiasmarle los dolorosos golpes
de la máquina inductora, y cuanto más intensos eran, más parecían
refrenar sus propios
dolores. Entretanto, mi colega preparaba el terreno para un tratamiento
psíquico; cuando, tras
cuatro semanas de seudoterapia, yo lo propuse y di a la enferma alguna
información sobre el
procedimiento y su modo de acción, hallé rápido entendimiento y mínima
resistencia.
Ahora bien, el trabajo que inicié a partir de ese momento resultó uno de
los más difíciles que me
tocaran en suerte, y la dificultad que hallo para informar sobre él es
digna heredera de las
dificultades entonces superadas. Por largo tiempo no atiné a descubrir
el nexo entre la historia
de padecimientos y la dolencia misma, que empero debía de haber sido
causada y determinada
por aquella serie de vivencias.
Al emprender un tratamiento catártico de esta índole, lo primero será
plantearse esta pregunta:
¿Es para la enferma consabido el origen y la ocasión {Anlass) de su
padecer? En caso
afirmativo, no hace falta de ninguna técnica especial para ocasionar
{veranlassen} que
reproduzca su historia de padecimientos; el interés que se le
testimonia, la comprensión que se
le deja vislumbrar, la esperanza de sanar que se le instila, moverán a
la enferma a revelar su
secreto. En el caso de la señorita Elisabeth, desde el comienzo me
pareció verosímil que fuera
conciente de las razones de su padecer; que, por tanto, tuviera sólo un
secreto, y no un cuerpo
extraño en la conciencia. Cuando uno la contemplaba, no podía menos que
rememorar las
palabras del poeta: «La máscara presagia un sentido oculto».
Al comienzo podía, pues, renunciar a la hipnosis, con la salvedad de
servirme de ella más tarde
si en el curso de la confesión hubieran de surgir unas tramas para cuya
aclaración no alcanzara
su recuerdo. Así, en este, el primer análisis completo de una histeria
que yo emprendiera, arribé
a un procedimiento que luego elevé a la condición de método e introduje
con conciencia de mi
meta: la remoción del material patógeno estrato por estrato, que de buen
grado solíamos
comparar con la técnica de exhumación de una ciudad enterrada. Primero
me hacía contar lo
que a la enferma le era consabido, poniendo cuidado en notar dónde un
nexo permanecía
enigmático, dónde parecía faltar un eslabón en la cadena de las
causaciones, e iba penetrando
en estratos cada vez más profundos del recuerdo a medida que en esos
lugares aplicaba la
exploración hipnótica o una técnica parecida a ella. La premisa de todo
el trabajo era, desde
luego, la expectativa de que se demostraría un determinismo {Determinierung}
suficiente y
completo; enseguida habremos de considerar los medios para esa
investigación de lo profundo.
La historia de padecimiento referida por la señorita Elisabeth era
larga, urdida por múltiples
vivencias dolorosas.
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