Material de estudio para estudiantes de Psicología y carreras relacionadas.
Freud, S. - El malestar en la cultura
I
Freud empieza a relacionar la discusión sobre la religión como ilusión, pues un amigo le ha indicado que la religión es un sentimiento que prefería llamar sensación de “eternidad”, sin límites y sin barreras que prefería llamar oceánico, el cual es puramente subjetivo.
Al respecto, Freud considera que no puede descubrir en sí mismo ese sentimiento oceánico, que no puede medirse fisiológica o científicamente y que más bien por asociación puede considerarse como un sentimiento de atadura indisoluble, de la copertencia con el todo del mundo exterior. Cita a Christian Dietrich para ejemplificar: “De este mundo no podemos caernos”. En su criterio, no puede convencerse de tal sentimiento, pero por ello no impugna su efectiva presencia en otros.
Señala que la idea de que el ser humano recibiría una noción de su nexo con el mundo circundante a través de un sentimiento inmediato dirigido ahí desde el comienzo mismo suena extraña y se entrama mal en el tejido de nuestra psicología que parece justificada una derivación psicoanalítica. Normalmente no tenemos más certeza que el sentimiento de nuestro sí-mismo, de nuestro propio yo. Este yo aparece autónomo, unitario y deslindado de todo lo otro. Que esta apariencia es un engaño que el yo más bien se continúa hacia adentro, sin frontera tajante, en un ser anímico inconsciente que designamos “ello” y al que sirve como fachada. Pero hacia fuera el yo parece afirmar unas fronteras claras; las cuales parecen desvanecerse en el enamoramiento, porque el enamorado asevera que yo y tu son uno y está dispuesto a comportarse como si así fuera. Señala entonces Freud que lo que puede ser cancelado por una función fisiológica, naturalmente tiene que poder ser perturbado también por procesos patológicos. La patología –dice Freud- nos da a conocer gran número de estados en que el deslinde del yo respecto del mundo exterior se vuelve incierto o en que los límites se trazan de manera efectivamente incorrecta; casos en que partes de nuestro cuerpo propio y aun fragmentos de nuestra propia vida anímica –percepciones, pensamientos y sentimientos- nos aparecen como ajenos y no pertenecientes al yo, y otros aun en que se atribuye al mundo exterior lo que manifiestamente se ha generado dentro del yo y debiera ser reconocido por él. Por eso el sentimiento yoico está expuesto a perturbaciones y los límites del yo no son fijos.
El sentimiento yoico del adulto no fue así desde el comienzo, habrá recorrido un con desarrollo que si bien no puede demostrarse, sí puede construirse con bastante probabilidad. El lactante no separa su yo de un mundo exterior como fuente de las sensaciones que le afluyen y aprende a hacerlo poco a poco, sobre la base de incitaciones diversas. Tiene que causarle la más intensa impresión el hecho de que muchas de las fuentes de excitación en que más tarde discernirá a sus órganos corporales pueden enviarle sensaciones en todo momento, mientras que otras -entre ellas la más anhelada: pecho materno- se le sustraen temporariamente y solo consigue recuperarlas reclamando. Así por primera vez se contrapone al yo un “objeto” como algo que se encuentra “afuera” y solo mediante una acción particular es forzado a aparecer. Reconocer ese mundo exterior es la que proporciona las frecuentes e inevitables sensaciones de dolor y displacer, que el principio de placer ordena cancelar y evitar. Nace la tendencia de segregar del yo, todo lo que pueda devenir fuente de un tal displacer, a arrojarlo hacia fuera a forma un puro yo-placer al que ase contrapone un ahí-afuera ajeno, amenazador.
Así entonces, se aprende un procedimiento que mediante una guía intencional de la actividad de los sentidos y una apropiada acción muscular, permite distinguir lo interno –lo perteneciente al yo- y lo externo –lo que proviene del mundo exterior-. Con ello se da el primer paso para instaurar el pincipio de realidad, destinado a gobernar el desarrollo posterior. El hecho de que el yo para defenderse de ciertas excitaciones displacenteras provenientes de su interior no aplique otros métodos que aquellos que se vale contra un displacer de origen externo, será luego el punto de partida de sustanciales perturbaciones patológicas. Entonces, podría decirse que el yo lo contiene todo, más tarde segrega de sí un mundo exterior, por lo que el sentimiento yoico de hoy es solo una parte de un sentimiento más abarcador, ese sentimiento yoico primario se ha conservado en mayor o menor medida en la vida anímica de muchos seres humanos y acompañaría a modo de un correspondiente al sentimiento yoico de la madurez que es más estrecho y entonces, los contenidos de representación adecuados a él serían justamente los de la ilimitación y la atadura al todo, los mismos con los que se ilustra el sentimiento “océanico”.
En el ámbito del alma es frecuente la conservación de lo primitivo junto a lo que ha nacido de él por transformación, este hecho es casi siempre consecuencia de una escisión del desarrollo . Una porción cuantitativa de una actitud, de una moción pulsional, se ha conservado inmutada mientras que otra ha experimentado el ulterior desarrollo. Ej: Desarrollo de la Ciudad Eterna – Evolución de Roma como ciudad y su visualización en un momento de diferentes tiempos. Esto nos muestra cuán lejos estamos de dominar las peculiaridades de la vida anímica mediante una figura intuible, es decir, la conservación de todos los estadios anteriores solo es posible en lo anímico y no estamos en condiciones de obtener una imagen intuible de ese hecho.
Estando ya tan enteramente dispuestos a admitir que en muchos seres humanos existe un sentimiento “océanico”, e inclinados a reconducirlo a una fase temprana del sentimiento yocico, se nos plantea la pregunta de ¿qué título tiene se sentimiento para ser considerado como la fuente de las necesidades religiosas?; sobre lo que Freud no lo considera un título indiscutible, sino que es que un sentimiento solo puede ser una fuente de energía si él mismo constituye la expresión de una intensa necesidad y en las necesidades religiosas identifica el caso del desvalimiento infantil y la necesidad de un Padre que lo proteja. Este sentimiento oceánico ha entrado con posterioridad a las religiones y este ser-Uno con el Todo, que es el contenido de pensamiento que le corresponde, se nos presenta como un primer intento de consuelo religioso, como otro camino para desconocer el peligro que el yo discierne amenazándole desde el mundo exterior.
II.
Freud inicia retomando la idea de la religión como la protección de la Providencia que vela por su vida y resarcirá todas las frustraciones padecidas en el más acá, que no es otra cosa que un Padre de gran evergadura.
Cuestionando sobre esa relación, entre hombre y religión cita a Goethe y analiza la ubicación de la religión. Señala que la vida como nos es impuesta resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños y tareas insolubles. Para soportarla no prescindir de calmantes, que son de 3 clases: poderosas distracciones que nos hagan valuar un poco nuesta miseria; satisfacciones sustitutivas que la reduzcan; y sustancias embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ellas. No es sencillo ubicar a la religión dentro de esta serie.
Señala el autor que, innumerables veces se ha planteado la pregunta por el fin de la vida humana y no hay una respuesta satisfactoria. Su premisa es manifestación de la arrogancia humana. También aquí solo la religión sabe responder a ese pregunta, e indica Freud que difícilmente se errará si se juzga que la idea misma de un fin de la vida depende por completo del sistema de la religión. Por eso pasa a una pregunta menos pretenciosa, ¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir por su conducta, como un y propósito de su vida? Qué exigen de ella y qué quieren alcanzar?. Entonces la respuesta no es difícil: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Esta aspiración tiene dos costados una meta positiva y otra negativa; por un lado se quiere la ausencia del dolor y de displacer y por otro vivenciar intensos sentimientos de placer.
El programa del principio de placer es que fija su fin a la vida, este principio gobioerna la operación del aparato anímico desde el comienzo mismo, sobre su carácter a corda a fin de no caben dudas, no obstante lo cual su programa entra en querella con el mundo entero. Es absolutamente irrealizable, las disposiciones del todo lo contrarían y se dirá que el propósito de que el hombre sea dichoso (dicha = intensos sentimientos de placer) no está contemplado en el plan de la Creación; y lo que repentinamente se llama “felicidad” corresponde a la satisfacción más bien repentina de las necesidades retenidas con alto grado de estasis (sic) y por su propia naturaleza solo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo que solo podemos gozar con intensidad el contraste y muy poco el estado.
De esa forma, Freud indica que no es asombroso que bajo la presión de estas posibilidades de sufrimiento los seres humanos suelan atemperar sus exigencias de dicha, tal como el propio principio de placer se transformó bajo el influjo del mundo exterior en el principio de realidad más modesto; no es asombroso que se consideren dichosos si escaparon a la desdicha, si salieron indemnes del sufrimiento, ni tampoco dondequiera universalmente, la tarea de evitar este relegue a un segundo plano la de la ganancia de placer. Una satisfacción irrestricta de todas las necesidades quiere ser admitida como la regla de vida más tentadora, pero ello significa anteponer el goce a la precaución, lo cual tras breve ejercicio recibe su castigo. Los otros métodos, aquellos cuyo principal propósito es la evitación de displacer se diferencian según la fuente de este último a que dediquen mayor atención (p.77): soledad, como miembro de la comunidad, influir sobre el propio organismo, método químico: la intoxicación (Freud se refiere a estos últimos diciendo entre otras cosas que, lo que se consigue mediante las sustancias embriagadorasen la lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria, es apreciado como un bien tan grande que individuos y aun pueblos le han asignado una posición fija en la economía libidinal. Es notorio que esa propiedad de los medios embriagadores determina justamente su carácter peligroso y dañino y en muchos casos son culpables de la inútil dilapidación de grandes montos de energía que podrían haberse aplicado a mejorar la suerte de los seres humanos).
El complejo edificio de nuestro aparato anímico permite toda una serie de modos de influjo, además del mencionado. Así como satisfacción pulsional equivale a dicha, así también es causa de grave sufrimiento cuando el mundo exterior nos rehúsa la saciedad de nuestras necesidades. Por tanto, interviniendo sobre estas mociones pulsionales uno puede esperar liberarse de una parte del sufrimiento, este modo de defensa frente al padecer ya no injiere en el aparato de la sensación; busca enseñorarse de las fuentes internas de las necesidades (caso de las prácticas de yoga). Las que entonces gobiernan son las instancias psíquicas más elevadas que se han sometido al principio de realidad. Cuestiona sobre esta alternativa que el sentimiento de dicha provoicado por la satisfacción de una pulsión silvestre no domeñada por el yo, es incomparablemente más intenso que el obtenido a raíz de la saciedad de una pulsión enfrenada). Aquí encuentra una explicación económica el carácter incoercible de los impulsos perversos y acaso también el atractivo de lo prohibido como tal.
Otra técnica para la defensa contra el sufrimiento se vale de los desplazamientos libidinales que nuestro aparato anímico consiente y por los cuales su función gana tanto en flexibilidad. Sería trasladar las metas pulsionales de tal suerte que no puedan ser alcanzadas por la denegación del mundo exterior. Para ello la sublimación de las pulsiones presta auxilio. Se lo consigue sobretodo cuando un se las arregla para elevar suficientemente la ganancia de placer que proviene de las fuentes de un trabajo psíquico intelectual. Lo débil de este método es que no es de aplicación universal pues solo es asequible para pocos seres humanos (ej: alegría del artista en el acto de crear). Acá es nítido el proposito de independizarse del mundo exterior pues se busca sus satisfacciones en procesos internos psiquicos.
Otro método en el que se afloja más el nexo con la realidad y la satisfacción se obtiene cono ilusiones admitidas como tales, pero sin que esta divergencia suya respecto de la realidad fectiva arruine el goce. Es el ámbito de la vida de la fantasía, dice Freud que en su tiempo cuando se consumó el desarrollo del sentido de la realidad, ella fue sutraída expresamente de las exigencias del examen de la realidad y quedó destinada al cumplimiento de deseo de difícil realización. Ej: goce de obras de arte accesible mediante el artista aun para quienes no son creadores. Pero esto no es más que una sustracción pasajera de los apremios de la vida que no es lo bastante intensa para hacer olvidar una miseria objetiva.
Otro procedimiento más enérgico, discierne el único enemigo en la realidad que es la fuente de todo padecer y con la que no se puede convivir por lo que es necesario romper todo vínculo con ella si es que uno quiere ser dichoso en algún sentido. El eremita vuelve la espalda a este mundo y no quiere saber nada de él y pretende recrearlo y edificar otro en donde sus rasgos más insoportables se hayan eliminado y sustituido por los deseos propios. La realidad efectiva es demasiado fuerte y con este camino no se consigue nada, se convierte en un delirante y pocas veces halla quién lo ayude a ejecutar su delirio. Ej: ciertas religiones de la humanidad con delirios en masa.
El recuente hecho no es exhaustivo. Otro método para evitar el sufrimiento, sitúa la satisfacción de los procesos anímicos internos y para ello se vale de la desplazabilidad del líbido, pero no se extraña del mundo exterior, sino que al contrario se aferra a sus objetivos y obtiene la dicha a partir de un vínculo de sentimiento con ellos. No se queda contento con la meta de evitar displacer sino que se atiene a la aspiración originaria, apasionada hacia el cumplimiento positivo de la dicha y quizás se le aproxime más que cualquier otro método. Es aquella orientación de la vida que sitúa al amor en el punto central que espera toda satisfacción del hecho de amar y ser-amado. Una actitud psíquica de esta índole está al alcance de todos nosotros una de las formas de manifestación del amor, el amor sexual no ha procurado la experiencia más intensa de sensación placentera, avallasadora, dándonos el arquetipo para nuestra aspiración a la dicha. Nada más natural que obstinarnos en buscar la dicha por el mismo camino siguiendo el cual una vez la hallamos.
También puede situarse el interesante caso en que la felicidad en la vida se busca sobretodo en el goce de la belleza, dondequiera que ella se muestre a nuestros sentidos y a nuestro juicio, la belleza de formas y gestos humanos, de objetos naturales y paisajes, de creaciones artísticas y aun científicas. Esto ofrece escasa protección contra la posibilidad de sufrir pero puede resarcir de muchas cosas. El goce de la belleza se acompaña de una sensación particular de efecto embriagador. Aunque no se advierte la utilidad de la belleza, no se puede prescindir de ella y lo único seguro es que deriva del ámbito de la sensibilidad sexual, sería un ejemplo arquetípico de una moción de meta inhíbida. La belleza y el encanto son originariamente propiedades del objeto sexual. Freud hace notar que los genitales mismos cuya visión siempre tiene un efecto excitador, casi nunca se aprecian como bellos; en cambio el carácter de la belleza parece adherir a ciertos rasgos sexuales secundarios.
El Programa que nos impone el principio de placer, el de ser felices, es irrealizable empero no es lícito o posible, resignarlos empeños por acercarse de algún modo a su cumplimiento, para esto pueden emprenderse muy diversos caminos, anteponer el contenido positivo de la meta, la ganancia de placer o su contenido negativo, la evitación de displacer. Por ninguno de ellos podemos alcanzar todo lo que anhelamos. Los más diversos factores intervendrán para indicarle el camino de su opción, lo que importa es cuanta satisfacción real pueda esperar del mundo exterior y la medida en que sea movido a independizarse de él y en esto además de las circunstancias externas, es decisiva la constitución psíquica del individuo. Quien nazca con una constitución pulsional particularmente desfavorable y no haya pasado de manera regular por la transformación y reordenamiento de sus componentes libinales, indispensables para su posterior productividad encontrará arduo obtener felicidad de su situación exterior.
La religión perjudica este juego de elección y adaptación, imponiendo a todos por igual su camino para conseguir dicha y protegerse del sufrimiento. Su técnica consiste en deprimir el valor de la vida y en desfigurar de manera delirante la imagen del mundo real.
III.
Freud cuestiona por qué es tan difícil para los seres humanos conseguir la dicha?. Señala que se dio la respuesta cuando señalamos las 3 fuentes de que proviene nuestro penar: la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad. En el caso de las dos primeras considera que nos vemos constreñidos a reconocer estas fuentes de sufrimiento y a declararlas inevitables. Pero diversa es nuestra conducta frente a la tercera: la social; nos negamos a admitirla en la medida que no podemos entender la razón por la cual las normas que nosotros mismos hemos creado no habrían más bien de protegernos y beneficiarnos a todos.
Considerando estas situaciones, se puede enunciar que gran parte dela culpa por nuestra miseria la tiene lo que se llama nuestra cultura; seríamos mucho más felices si la resignáramos y volviéramos a encontrarnos en condiciones primitivas. Esta aseveración es asombrosa, porque comoquiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento, pertenece justamente a esa misma cultura. Cuestiona Freud, el por qué tantos seres humanos han legado a este punto de vista de hostilidad a la cultura?, sobre lo que opina que un descontento profundo y de larga data con el respectivo estado de la cultura abonó el terreno sobre el cual se levantó después, a raíz de ciertas circunstancias históricas un juicio condenatorio. La última y anteúltima de estas ocasiones las visualiza en el triunfo del cristianismo sobre religiones pagadas en lo que tiene que haber intervenido un factor de hostilidad a la cultura; lo sugiere la desvalorización de la vida terrenal consumada por la doctrina cristiana. El último ocasionamiento sobrevino cuando se dilucidó le mecanismo de la neurosis, que amenazaban con enterrar el poquito de felicidad del hombre culto; se descubrió que el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la medida de frustración que la socieda le impone en aras de sus ideales culturales y de ahí se concluyó que suprimir esas exigencias o disminuirlas en mucho significaría un regreso a las posibildades de dicha.
A lo anterior suma un facto de desengaño, sobre lo que indica que en las últimas generaciones lo seres humanos están orgullosos de sus logros, pero creen haber notado que sus conquistas sobre el espacio y el tiempo y sometimiento de las fuerzas de la naturaleza; no promueve el cumplimiento de elevar la medida de satisfacción placentera que esperan de la vida (no son más felices). De esta comprobación debería inferirse simplemente que el poder sobre la naturaleza no es la única condición de la felicidad humana, como tampoco es la única meta de los afanes de la cultura y no extraer la conclusión de que los progresos técnicos tienen un valor nulo para nuestra economía de felicidad. Ej: ganancia positiva de escuchar a mi hijo por teléfono a mucha distancia; sobre lo que se hace oir una voz crítica pesimista y advierte que la mayoría de estas satisfacciones siguieron al modelo de aquel contento barato; entonces se puede decir por ej: que de no existir ferrocarriles mi hijo no hubiera abandonado la ciudad paterna. Parece que no nos sentimos bien en la cultura actual, pero es difícil formarse un juicio de épocas anteriores para saber si los seres humanos se sintieron más felices, pero la felicidad es algo enteramente subjetivo.
En este punto de la indagación, Freud considera necesario abordar la esencia de la cultura cuyo valor de felicidad se pone en entredicho. Señala que cultura designa toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de las de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres. Para comprender más buscará los rasgos de la cultura tal y como se presentan en las comunidades humanas. Para ello reconoce como “culturales” todas las actividades y valores que son útiles para el ser humano en tanto ponen la tierra a su servicio, lo protegen contra la violencia de las fuerzas naturales, etc. ej: domesticación del fuego, las gafas para corregir los defectos de los ojos, microscopios para vencer los límites de lo visible, con la cámara fotográfica retiene las impresiones visuales fugitivas.
En tiempos remotos se había conformado un a representación ideal de la omnipotencia y omnipresencia que encarnó en sus dioses. Les atribuyó todo lo que parecía inasequible a sus deseos o le era prohibido; por lo que es lícito decir que tales dioses eran ideales de cultura. Pero, ahora se ha acercado tanta al logro de ese idea que casi ha devenido un dios él mismo; pero no se puede olvidar que el ser humano de nuestros días no se siente feliz en su semejanza con un dios.
Se reconoce a un país una cultura elevada cuando encontramos que en él es cultivado y cuidado con arreglo a fines todo lo que puede ponerse al servicio, todo lo que es útil (ej: el suelo se siembra laboriosamente para obtener vegetales que es apto para nutrir). Pero también es cultural que el cuidado de los seres humanos se dirija a cosas que en modo alguno son útiles y hasta inútiles, por ejemplo la estima por la belleza. Requerimos además signos de limpieza y orden. El orden es una suerte de compulsión de repetición que, una vez instituida decide, cuándo, dónde y cómo algo debe ser hecho, ahorrando así vacilación y dudas en todos los casos idénticos. Se tendría derecho a esperar que se hubiese establecido desde el comienzo y sin compulsión en el obrar humano y es permisible asombrarse de que haya sido así, porque el hombre más bien posee una inclinación natural al descuido, a la falta de regularidad y de puntualidad en su trabajo y debe ser educado empeñosamente para imitar los arquetipos celestes.
Pero la utilidad no explica totalmente el afán. En ningún otro rasgo se distingue mejor según Freud la cultura, que en la estima y el cuidado dispensado a las actividades psíquicas superiores, las tareas intelectuales, científicas y artísticas, el papel rector atribuido a las ideas en la vida de los hombres; en la cúspide de estas ideas se sitúan los sistemas religiosos, las especulaciones filosóficas y formaciones de ideal de los seres humanos: sus representaciones acerca de una perfección posible del individuo, del pueblo, de la humanidad toda.
Como último rasgo, aprecia el modo en que se reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos: los vínculos sociales que ellos entablan como vecinos, como dispensadores de ayuda, como objeto sexual de la otra persona, como miembro de una familia o de un Estado. La convivencia humana solo es posible cuando se aglutina una mayoría más fuerte que los individuos aislados y cohesionada frente a estos. El poder de la comunidad se contrapone como “derecho” al poder del individuo que es condenado como violencia bruta. Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo. El siguiente requisito cultural es la justicia, osea la seguridad de que el orden jurídico no se quebrantará para favorecer a un individuo, entiéndase que ello no decide sobre el valor ético de un derecho semejante. La libertad individual no es un patrimonio de la cultura, fue máxima antes de toda cultura, pero en estos tiempos carecía de valor porque el individuo difícilmente estaba en condiciones de preservarla. Por el desarrollo cultural experimente limitaciones y la justicia exige que nadie escape a ellas. Buena parte de la brega de la humanidad gira en torno a la tarea de hallar un equilibrio acorde a fines, vale decir, dispensador de felicidad, entre esas demandas individuales y las exigencias culturales de la masa; y uno de los problemas que atañen a su destino es saber si mediante determinada configuración cultural ese equilibrio puede alcanzarse o si el conflicto es insalvable.
El desarrollo cultural es un proceso peculiar que abarca la humanidad toda y en el que muchas cosas nos parecen familiares. Puede caracterizarse por las alteraciones que emprende con las notorias disposiciones pulsionales de los seres humanos, cuya satisfacción es por cierto la tarea económica de nuestra vida. Algunas de esas pulsiones son consumidas, por lo que en su reemplazo emerge algo que describiríamos como una propiedad de carácter. El ejemplo más notable se encuentra en el erotismo anal de los seres jóvenes: su originario interés por la función excretoria, por sus órganos y productos, se trasmuda en el curso del crecimiento en el grupo de propiedades que nos son familiares como parsimonia, sentido del orden y limpieza, las que se pueden incrementar hasta alcanzar un llamativo predominio llamado carácter anal. Otras pulsiones son movidas a desplazar las condiciones de su satisfacción, a dirigirse por otros caminos, lo cual en la mayoría de los casos coincide con la sublimación (de las metas pulsionales) que nos es bien conocida, aunque en otros casos pueda separarse de ella. La sublimación de las pulsiones es un rasgo particularmente destacado del desarrollo cultural; posibilita que actividades psíquicas superiores (científicas, artísticas e ideológicas) desempeñen un papel sustantivo en la vida cultural. En tercer lugar, dice Freud que no puede negarse que la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, el ato grado en que se basa, precisamente en la no satisfacción (sofocación, represión, otra cosa...) de poderosas pulsiones. Esta denegación cultural gobierna el ámbito de los vínculos sociales entre los hombres y esta es la causa de hostilidad a que se ven precisadas de luchar todas las culturas.
Si se quiere saber qué valor puede reclamar la concepción del desarrollo cultural comoun proceso particular comparable a la maduración normal del individuo, debe acometerse el problema: preguntarse por los influjos a que debe su origen el desarrollo cultural, por el modo de su génesis y lo que comandó su curso.
IV.
Después que el hombre primordial hubo descubierto que estaba en su mano mejorar su suerte en la tierra mediante el trabajo, no pudo serle indiferente que otro trabajara con él o contra él, por lo que el otro adquirió el valor de colaborador con quien era útil vivir en común. Esos primeros colaboradores pudieron ser las familias, y en la familia primitiva se echa de menos un rango esencial de la cultura: la arbitrariedad y albedrío del jefe era ilimitada. El tótem y el tabú han intentado mostrar el camino que llevó desde esta familia hasta el siguiente grado de convivencia en la forma de las alianzas de hermanos. Tras vencer al padre los hijos hicieron la experiencia de que una unión puede ser más fuerte que el individuo. La cultura totemista descansa en las limitaciones a que debieron someterse para mantener el nuevo estado y los preceptos del tabú fueron el primer derecho. Por consiguiente la convivencia de los seres humanos tuvo un fundamento doble: la compulsión al trabajo creada por el apremio exterior y el poder del amor pues el varón no quería estar privado de la mujer como objeto sexual, y ella no quería separarse de su hijo. Así Eros y Ananké pasaro a ser también los progenitores de la cultura humana (el amor es una de las bases de la cultura) y el primer resultado fue que una mayor cantidad de seres humanos pudieron permanecer en comunidad.
Se había indicado que la experiencia de que el amor sexual (genital) asegura al ser humano las más intensas vivencias de satisfacción, y en verdad le proporciona el modelo de toda dicha y se dijo también que por esa vía se volvía dependiente de forma más riesgosa de un fragmento del mundo exterior. Para algunos le permite hallar la dicha pero supone vastas modificaciones anímicas de la función del amor, de forma que estas personas se independizan de la aquiescencia del objeto desplazando el valor principal del ser amado al amar ellas mismas, se protegen de la pérdida no dirigiendo su amor a objetos singulares, sino a todos los hombres en igual medida y evitan desengaños del amor genital apartándose de su meta sexual mudando la pulsión en una moción de meta inhibida.
Aquel amor que fundó la familia sigue activo en la cultura tanto en su sesgo originario, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como en su modificación, la ternura de meta inhibida. En ambas formas prosigue su función de ligar entre sí un número mayor de seres humanos y más intensamente cuando responde al interés de la comunidad de trabajo.
Las mismas mujeres que por los reclamos de su amor habían establecido el fundamento de la cultura, pronto entran en oposición con ella y despliegan un influjo de retardo y reserva. Ellas subrogan los intereses de la familia y de la vida sexual, el trabajo de la cultura se ha ido convirtiendo cada vez más en asunto de los varones, a quienes plantea tareas de creciente dificultad, constriñéndolos a sublimaciones pasionales a cuya altura las mujeres no han llegado. Pero como el ser humano no dispone de cantidades ilimitadas de energía psíquica tiene que dar trámite a sus tareas mediante una adecuada distribución del líbido y lo que usa para fines culturales lo sustrae en buena parte de las mujeres y de la vida sexual; la permanente convivencia con varones llega a enajenarlo de sus tares de esposo y padre y la mujer, se ve empujada a un segundo plano por las exigencias de la cultura y entra en una relación de hostilidad con ella. De esa forma, la cultura se comporta respecto de la sexualidad como un pueblo o estrato de la población que ha sometido a otro para explotarlo.
El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas prohibiciones, prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de lo seres humanos, segrega a un buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en fuente de grave injusticia. El resultado de tales medidas limitativas podría ser que los individuos normales (no impedidos por su constitución) volcaran sin merma todos sus intereses sexuales por los canales que se dejaron abiertos; empero lo único no proscrito es el amor genital heterosexual que es estorbado también las limitaciones de la legitimidad y la monogamia. La sociedad culta entonces, se ha visto precisada a aceptar calladamente muchas transgresiones que según sus estatutos habría debido perseguir.
V.
El trabajo psicoanalítico ha enseñado que son justamente estas frustraciones (denegaciones) de la vida sexual lo que los individuos llamados neuróticos no toleran. Ellos se crean en sus síntomas satisfacciones sustitutivas, que empero los hacen padecer por sí mismas o devienen fuente de suficimeinto por depararles dificultades con el medio circundante y la sociedad. De esa forma la cultura exige otros sacrificios además del de la satisfacción sexual. Señala el autor que se ha concebido la dificultad del desarrollo cultural como una dificultad universal del desarrollo; que se ha reconducido a la inercia de la libido, a su renuencia a abandonar una posición antigua por una nueva.
La realidad efectiva nos muestra que la cultura nunca se conforma con las ligazones que se le han concedido hasta un momento dado, que pretende ligar entre sí a los miembros de la comunidad también libidinalmente, que se vale de todos los medios para establecer fuertes identificaciones entre ellos, moviliza en la máxima proporción una libido de meta inhibida a fin de fortalecer lazos comunitarios mediante vínculos de amistad, por lo que es inevitable limitar la vida sexual, pero no se intelige la necesidad objetiva que esfuerza a la cultura por este camino y funda su oposición a la sexualidad, sería un factor perturbador no descubierto. Ej: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, sobre el que Freud cuestiona el por qué se rodea de tanta solemnidad un precepto cuyo cumplimiento no puede recomendarse como racional. “Ama a tu enemigo”.
Tras todo esto, es un fragmento de realidad efectiva lo que se pretende desmentir, el ser humano no es un ser manso y amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan; sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, inflingirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. El hombre es el lobo del hombre.
La existencia de esta inclinación agresiva que podemos registrar en nosotros mismos y con derecho de presuponemos en los demás es el factor que perturba nuestros vínculos con el prójimo y que compele a la cultura a realizar su gasto de energía. A raíz de esta hostilidad primaria y recíproca la sociedad culta se encuentra bajo una permanente amenaza de disolución. Por ello la cultura tiene que movilizarlo todo para ponerle límite a las pulsiones agresivas de los seres humanos para sofrenar mediante formaciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones. De ahí el recurso a métodos destinados a impulsarlos hacia identificaciones y vínculos amorosos de meta inhibida , de ahí la limitación de la vida sexual y el mandamiento ideal de amar al prójimo. Ej: sobre los comunistas y la cancelación de la propiedad privada; sobre lo cual dice que si se cancela la propiedad privada, se sustrae al humano gusto por la agresión, uno de sus instrumentos; pero la agresión no ha sido creada por la institución de la propiedad, pues la agresión en épocas primordiales (primitivas) en donde la propiedad era muy escasa y se advierte en la crianza de niños cuando la propiedad ni siquiera ha terminadoa de abandonar su forma anal primordial.
No es fácil para los seres humanos, renunciar a satisfacer esta inclinación agresiva, no se sienten bien en esta renuncia. No debe menospreciarse la ventaja que brinda un círculo cultural más pequeño: ofrecer un escape a la pulsión en la hostilización a los extraños. Siempre es posible ligar en el amor a una multitud mayor de seres humanos con tal de que otros queden fuera para manifestarles la agresión. Esto Freud lo denominó narcisismo de las pequeñas diferencias, ahí se discierne una satisfacción relativamente cómoda e inofensiva de la inclinación agresiva, por cuyo intermedio se facilita la cohesión de los miembros de la comunidad. Ej: judíos frente a los pueblos que los hospedaron. Imperio germánico universal tuviera como complemento el antisemitismo. La Rusia como cultura comunista tenga su respaldo en la persecución al burgués.
El hombre culto ha cambiado un trozo de posibilidad de dicha, por un trozo de seguridad.
VI.
Además de la pulsión de conservar la sustancia viva y reunirla en unidades cada vez mayores, debía de haber otra pulsión opuesta a ella que pugnara por disolver esas unidades y reconducirlas al estado inorgánico inicial. Vale decir: junto al Eros, una pulsión de muerte; y la acción eficaz conjugada y contrapuesta de ambas permitía explicar los fenómenos de la vida. Mientras que el Eros se exteriorizaba en formas llamativas, la pulsión de muerte trabajaba muda.
La idea de que una parte de la pulsión se dirigía al mundo exterior y entonces salía a la luz como pulsión a agredir y destruir, llevó más lejos a Freud. De forma que la pulsión sería compelida a ponerse al servicio del Eros, en la medida en que el ser vivo aniquilaba a otro, animado o inanimado y no a su sí-mismo propio. A la inversa, si esta agresión hacia fuera era limitada, ello no podía menos que traer por consecuencia un incremento de la autodestrucción, por lo demás siempre presente. Estas pulsiones rara vez aparecían aisladas, sino ligadas en proporciones muy variables volviéndose irreconocibles para nuestro juicio; por ejemplo en el sadismo. Este supuesto de pulsión de muerte o de destrucción tropezó con resitencia en la medida que se prefiere atribuir todo lo es se ncuentre de amenazadar y hostil en el amor a una bipolaridad originaria de su naturaleza misma.
Así entonces, en relación con lo que se ha venido diciendo sobre el tema de cultura, Freud dice que la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano; por lo que retomando el hilo (p. 109), sostiene que la cultura encuentra en ello su obstáculo más poderoso. En algún momento de esta indagación se impuso la idea de que la cultura es un proceso particular que abarca la humanidad toda en su transcurrir, pero agrega que sería un proceso al servicio del Eros que quiere reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después etnias, pueblos, naciones en una gran unidad: la humanidad. Si se puede no se sabe, es precisamente obra del Eros, deben ser ligados libidinosamente entre sí, la necesidad sola, las ventas de la comunidad de trabajo no los mantendrían cohesionados.
Considera que el sentido del desarrollo cultural es la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal y como se consuma en la especie humana. Esta lucha es el contenido esencial de la vida en general. Por lo que el desarrollo cultural puede caracterizarse por la lucha por la vida de la especie humana.
VII.
Freud se cuestiona porque en nuestros parientes los animales no hay una lucha cultural semejante, sobre lo cual no tiene una respuesta. Por lo que entonces se pregunta ¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para volver inofensiva y erradicar la agresión contrariante?.
La agresión es introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida, vale decir, vuela hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al resto como superyó y entonces, como “conciencia moral” está pronta a ejercer contra el yo la misma severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros individuos, ajenos a él. Así entonces, llama “conciencia de culpa” a la tensión entre el superyó que se ha vuelto severo y el yo que le está sometido. Se exterioriza como necesidad de castigo.
Las ideas sobre la génesis del sentimiento de culpa no son las corrientes y no resulta fácil encontrarla; pues si se pregunta cómo alguien puede llegar a tener un sentimiento de culpa, se recibe una respuesta que no admite contradicción: uno se siente culpable (los creyentes le llaman pecado) cuando ha hecho algo que discierne como malo. Evidentemente, malo no es lo dañino o perjudicial para el yo, al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento. Entonces, aquí se manifiesta una influencia ajena, ella determina lo que debe llamarse malo y bueno. Librado a la espontaneidad de su sentir, el hombre no habría seguido ese camino, por tanto ha de tener un motivo para someterse a ese influjo ajeno. Se lo descubre fácilmente en su desvalimiento y dependencia de otros, su mejor designación sería angustia frente a la pérdida de amor (si pierde el amor de otro de quién depende, queda desprotegido frente a diversas clases de peligros).
Lo malo es un comienzo, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor y es preciso evitarlo por la angustia frente a esa pérdida. De acuerdo con ello importa poco que ya se haya hecho lo malo o solo se lo quiera hacer, porque en ambos casos el peligro se cierne solamente cuando la autoridad lo descubre y ella se comportaría de manera semejante en los dos. Suele llamarse a este estado “mala conciencia” pero en verdad no merece tal nombre, pues es manifiesto que en ese grado la conciencia de culpa no es sino angustia frente a la pérdida de amor (angustia social).
Sobreviene un cambio importante cuando la autoridad es interiorizada por la instauración de un superyó. Con ello los fenómenos de la conciencia moral son elevados a nuevo grado (estadio) en el fondo, únicamente entonces corresponde hablar de conciencia moral y sentimiento de culpa. En este momento desparece la angustia frente a la posibilidad de ser descubierto y también por completo el distingo entre hacer el mal y quererlo. En efecto, ante el superyó nada puede ocultarse, ni siquiera los pensamientos. El superyó pena al yo pecador con los mismo sentimientos de angustia y acecha oportunidades de hacerlo castigar por el mundo exterior. En este segundo grado de su desarrollo, la conciencia moral presenta una peculiaridad que era ajena al primero: se comporta con severidad y desconfianza tanto mayores cuanto más virtuoso es el individuo. Señala Freud que una conciencia moral más severa y vigilante es el rasgo característicos del hombre virtuoso y que si los santos se proclaman pecadores no lo harán sin razón considerando las tentaciones de satisfacción pulsional, puesto que la denegación continuada aumenta las tentaciones, por lo que se exponen en forma más elevada.
Entonces el sentimiento de culpa tiene 2 orígenes diversos:
a) la angustia frente a la autoridad externa: compele a renunciar a satisfacciones pulsionales. Esto para no perder su amor. Una vez operada no debería haber sentimiento de culpa alguno.
b) la angustia frente al superyó: esfuerza además a la punición puesto que no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos. Es continuación de la severidad de la autoridad externa. La renuncia a lo pulsional no es suficiente porque el deseo persiste y no se puede ocultar del superyó, por lo que esa renuncia no tiene acá efecto satisfactorio, porque la abstención virtuosa no es recompensada con la seguridad del amor. La desdicha externa se ha trocado en una desdicha interior permanente: la tensión de la conciencia de culpa.
Freud armoniza la secuencia temporal de una y otra, diciendo que al comienzo la conciencia moral (primero angustia y luego conciencia moral), es por cierto causa de la renuncia de lo pulsional, pero esta relación se invierte después. Cada renuncia de lo pulsional deviene ahora una fuente dinámica de la conciencia moral. De esa forma, la conciencia moral es la consecuencia de la renuncia de lo pulsional; de otro modo: la renuncia de lo pulsional (impuesta a nosotros desde afuera), crea la conciencia moral que después reclama más y más renuncias.
El efecto que la renuncia a lo pulsional ejerce sobre la conciencia moral se produce de este modo: cada fragmento de agresión de cuya satisfacción nos abstenemos es asumido por el superyó y acrecienta su agresión (contra el yo). En esto Freud advierte que hay una discordancia: La agresión originaria poseída por la conciencia moral es continuación de la severidad de la autoridad externa, osea nada tiene que ver con una renuncia. Pero se elimina la discordancia si se supone otro origen para esta primera dotación agresiva del superyó. Así entonces señala que respecto de la autoridad que estorba al niño las satisfacciones primeras, tiene que haberse desarrollado en él un alto grado de inclinación agresiva.
También pretendiendo explicar las dos concepciones de la génesis de la conciencia moral (genética y sofocación de una agresión) este punto, Freud indica que en la formación del superyó y en la génesis de la conciencia moral cooperan factores constitucionales congénitos, así como influencias del medio, del contorno objetivo (real) y esto en modo alguno es sorprendente sino la condición etiológica universal de los procesos de esta índole.
Dice que si el niño reacciona con agresión hipertensa y una correspondiente severidad del superyó frente a las primeras grandes frustracions (denegaciones) pulsionales, en ello obedece a un arquetipo filogenético y sobrepasa la reacción justificada en lo actual. Tampoco prescinde de que el sentimiento de culpa de la humanidad desciende de un complejo de Edipo que se adquirió a raíz del parricidio perpetrado por la unión de hermanos y en este tiempo no se sofocó una agresión, sino que se la ejecutó
Ahora bien, señala que si se tiene un sentimiento de culpa por infringir algo, más bien debería llamarse arrepentimiento, por lo que Freud se cuestiona de dónde proviene y considera que permitirá esclarecer el secreto del sentimiento de culpa. Ese arrepentimiento fue el resultado de la originaria ambivalencia de sentimientos hacia el padre, los hijos lo odiaban pero también lo amaban, satisfecho el odio tras la agresión, en el arrepentimiento por el acto salió a la luz el amor; por vía de identificación con el padre, instituyó el superyó, al que confirió el poder del padre a modo de castigo por la agresión perpetrada contra él y además creo las limitaciones destinadas a prevenir una repetición del crimen. Y como la inclinación a agredir al padre se repitió en siguientes generaciones, persistió también el sentimiento de culpa que recibía un nuevo refuerzo cada vez que una agresión era sofocada y transferida al superyó.
Considera entonces que hay una participación del amor en la génesis de la conciencia moral y el carácter fatal e inevitable del sentimiento de culpa. Lo que no es otra cosa que la lucha eterna entre Eros y la pulsión de destrucción o muerte.
VIII.
Propósito del ensayo: Situar al sentimiento de culpa como el problema más importante del desarrollo cultural y mostrar que el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la elevación del sentimiento de culpa.
El sentimiento de culpa no es el fondo sino una variedad tópica de la angustia y que en sus fases más tardías coincide enteramente con la angustia frente al superyó. La angustia muestra las mismas extraordinarias variaciones en su nexo con la conciencia. Las religiones no han ignorado el papel del sentimiento de culpa en la cultura y en efecto sustentan tal pretensión de redimir a la humanidad de este sentimiento de culpa que ellos llaman pecado.
También hace algunas precisiones terminológicas, indicando que el superyó es la conciencia moral y tiene entre otras funciones la de vigilar y enjuiciar las acciones y los propósitos del yo, ejerce una actividad censora. El sentimiento de culpa, la dureza del superyó, es entonces lo mismo que la severidad de la conciencia moral, es la percepción deparada al yo al ser vigilado de esa manera, la apreciación entre sus aspiraciones y reclamos del superyó. La necesidad de castigo (angustia) es una exteriorización pulsional del yo que ha devenido masoquista bajo el influjo del superyó sádico, que emplea un fragmento de la pusión de destrucción interior, preexistente en él en una ligazón erótica con el superyó. El arrepentimiento es una designación genérica de la reacción del yo en u caso particular del sentimento de culpa, contiene el material de sensaciones de la angustia operante detrás, es él mismo un castigo y puede incluir la necesidad de castigo por lo que puede ser más antiguo que la conciencia moral.
Por otro lado, se aclaran posibles contradicciones en relación con el sentimiento de culpa como consecuencia de las agresiones, así como que la energía agresiva de que se concibe dotado al superyó constituía de acuerdo con una concepción la merca continuación de la energía punitoria de la autoridad externa conservada par la vida anímica, mientras que la otra opinaba que era agresión propia contra la autoridad inhibidora, pero resulta de ambas que se trata de una agresión desplazada al interior.
En relación con la fórmula Eros y pulsión de muerte y la relación con el proceso cultural y el desarrollo del individuo, señala que el proceso cultural de la humanidad es una abstracción de orden más elevado que el desarrollo del individuo, por eso resulta más difícil aprehender intuitivamente y la pesquisa de analogías no debe extremarse compulsivamente. Pero dada la homogeneidad de la meta (introducción de un individuo en la masa humana y producción de unidad de masa a partir de muchos individuos), no puede sorprender la semejanza entre los medios empleados para alcanzarla. Un rasgo que los diferencia es que en el desarrollo del individuo se establece como meta principal el programa del principio de placer. En el desarrollo individual se pude decir una aspiración egoísta y al reunirse con los demás en comunidad puede hablarse de un afán altruista.
El proceso de desarrollo del individuo puede tener pues, sus rasgos particulares, que no se reencuentren en el proceso cultural de la humanidad; solo en la medida que en que aquel primer proceso tiene por meta acoplarse a la comunidad coincidirá con el segundo.
La lucha entre individuo y comunidad no es un retoño de la oposición inconciliable entre Eros y Muerte, implica una querella doméstica del líbido, comparable a la disputa en torno de su distribución entre el yo y los objetos y admite un arreglo definitivo en el individuo como esperamos lo admita también en el futuro de la cultura, por más que en el presente dificulte tantísimo la vida de aquél.
Un punto de concordancia que resalta Freud entre el superyó de la cultura y el del individuo, se produce en el hecho de que los procesos anímicos correspondientes nos resultan más familiares y accesibles a la conciencia vistos del lado de la masa que del lado del individuo. En este último solo las agresiones del superyó en caso de tensión se vuelven audibles como reproches , mientras que las exigencias mismas a menudo permanecen inconscientes en el transfondo. Si se les lleva al conocimiento conciente se demuestra que coinciden con los preceptos del superyó de la cultura respectiva. Por eso numerosas exteriorizaciones y propiedades del superyó puedes discernirse con mayor facilidad en su comportamiento dentro de la comunidad cultural que en el individuo.
Señala Freud que si el desarrollo cultural presenta tan amplia semejanza con el del individuo y trabajo con los mismos medios, no se está justificado diagnósticar que muchas culturas y aun la humanidad toda, han devenido neuróticas bajo el influjo de las aspiraciones culturales.?
La cuestión decisiva para destino de la especie humana: si su desarrollo cultural logrará y en caso afirmativa en qué medida, dominar la perturbación de la convivencia proviniente de la humana pulsión de agresión o aniquilamiento. Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su auxilio les será fácil exterminarse unos a otros. Los seres humanos lo saben, de ahí buena parte de la inquietud contemporánea de su infelicidad; por lo que resta esperar que el Eros haga un esfuerzo por afianzarse en la lucha contra el enemigo igualmente inmortal.
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