Tal como en el ajedrez, sólo las aperturas
y los finales pueden ser objeto de una exposición sistemática exhaustiva. Pues
bien: las reglas que podemos señalar para la práctica del tratamiento
psicoanalítico están sujetas a idéntica limitación.
La extraordinaria diversidad de las
constelaciones psíquicas dadas, la plasticidad de todos los procesos psíquicos
y la riqueza de los factores que hemos de determinar se oponen también a una
mecanización de la técnica.
Con respecto a la selección de los enfermos
para el tratamiento analítico, en principio, sólo provisionalmente, y por una o
dos semanas, a la par que un ensayo previo, constituye la iniciación del
análisis. Sólo podremos diferenciarlo algo del análisis propiamente dicho
dejando hablar preferentemente al enfermo y no suministrándole más
explicaciones que las estrictamente indispensables para la continuación de su
relato.
Esta iniciación del tratamiento con un
período de prueba de algunas semanas tiene, además, una motivación diagnóstica.
Si no lo hiciera, el psicoanalista incurrirá en una falta de carácter práctico,
impondrá al enfermo un esfuerzo inútil y desacreditará su terapia. Si el
enfermo no padece una histeria ni una neurosis obsesiva, sino una parafrenia,
no podrá mantener el médico su promesa de curación y, por tanto, deberá poner
de su parte todo lo posible para evitar un error de diagnóstico. En un
tratamiento de ensayo, prolongado algunas semanas, puede ya tener ocasión de
observar manifestaciones sospechosas que le determinen a no llevar más adelante
la tentativa. Desgraciadamente, no puede tampoco afirmarse que tal ensayo nos
facilite siempre un diagnóstico seguro; es tan sólo una precaución más.
Las conferencias prolongadas con el enfermo
antes de dar principio al tratamiento analítico, la sumisión anterior de aquél
a otro método terapéutico y la existencia de una relación de amistad entre el
médico y el enfermo determinan ciertas consecuencias desfavorables, a las que
debemos estar preparados. Motivan que el enfermo se presente ante el médico en
una actitud de transferencia ya definida.
Debe desconfiarse siempre de aquellos
enfermos que nos piden un plazo antes de comenzar la cura, ya que es inútil
esperar su retorno.
El hecho de que entre el médico y el
paciente, o entre sus familias respectivas, existan relaciones de amistad o
conocimiento, suscita también especiales dificultades. El psicoanalista puede
prepararse a perder aquella amistad, cualquiera que sea el resultado del
análisis.
La actitud del paciente significa muy poco;
su confianza o desconfianza provisional no supone apenas nada, comparada con
las resistencias internas que mantienen las neurosis. Al escéptico le decimos
que el análisis no precisa de la confianza del analizado; su desconfianza no es
sino un síntoma como los demás suyos y no habrá de perturbar, de modo alguno,
la marcha del tratamiento, siempre que, por su parte, se preste él a observar
concienzudamente las normas del análisis.
Para las personas conocedoras de la esencia
de la neurosis no constituirá sorpresa ninguna saber que también los individuos
plenamente capacitados para someter a otros al análisis se conducen como
cualquier mortal y pueden producir resistencias intensísimas en cuanto pasan a
ser, a su vez, objeto de análisis.
Otra de las cuestiones importantes que
surgen al iniciar un análisis es la de concertar con el paciente las
condiciones de tiempo y de dinero.
Por lo que se refiere al tiempo, sigo
estrictamente y sin excepción alguna el principio de adscribir a cada paciente
una hora determinada. Esta hora le pertenece por completo, es de su exclusiva
propiedad y responde económicamente de ella, aunque no la utilice. Se alegarán
quizá las muchas casualidades que pueden impedir al paciente acudir a una misma
hora todos los días a casa del médico y se pedirá que tengamos en cuenta las
numerosas enfermedades intercurrentes que pueden inmovilizar al sujeto en el
curso de un tratamiento analítico algo prolongado. Pero si intentásemos seguir
una conducta más benigna, las faltas de asistencia puramente «casuales» se
multiplicarían. Por el contrario, manteniendo estrictamente el severo criterio
indicado, desaparecen por completo los obstáculos «casuales». En los casos de
enfermedad orgánica indubitable, que el interés psíquico no puede,
naturalmente, excluir, interrumpo el tratamiento y adjudico a otro paciente la
hora que así me queda libre, a reserva de continuar el tratamiento del primero
cuando cesa su enfermedad orgánica y puedo, por mi parte, señalarle otra hora.
De cuando en cuando tropezamos también con
algún paciente al que hemos de dedicar más de una hora diaria, pues necesita ya
casi este tiempo para desentumecerse y comenzar a mostrarse comunicativo.
Ante las preguntas ¿Cuánto habrá de durar
el tratamiento? ¿Qué tiempo necesita usted para curarme de mi enfermedad?;
podemos eludir una respuesta directa a estas interrogaciones prometiendo al
sujeto que, una vez cumplido tal período, nos ha de ser más fácil indicarle la
duración aproximada de la cura. Contestamos, invitándole a echar a andar, antes
de poder determinar el tiempo que habrá de emplear en llegar a la meta
necesitamos conocer su paso. En realidad, resulta imposible fijar de antemano
la duración del tratamiento.
La ignorancia de los enfermos y la
insinceridad de los médicos se confabulan para exigir del psicoanálisis los más
desmedidos rendimientos en un mínimo de tiempo.
El psicoanálisis precisa siempre períodos
prolongados, desde un semestre hasta un año cuando menos, y desde luego mucho
más prolongados de lo que por lo general espera el enfermo. Estamos, pues,
obligados a hacérselo saber así, antes que se decida definitivamente a someterse
al tratamiento, evitando así que el día de mañana pueda reprocharnos haberle
inducido a aceptar un tratamiento cuya amplitud e importancia ignoraba.
Aquellos enfermos que ante estas noticias renuncian al tratamiento, habrían de
mostrarse seguramente más tarde poco adecuados para el mismo.
Por otra parte, rehusamos comprometer a los
pacientes a seguir el tratamiento durante un período determinado y les
permitimos abandonarlo cuando quieren, aunque sin ocultarles que la
interrupción de la cura iniciada excluye todo posible resultado positivo y
puede provocar un estado insatisfactorio.
Cuando situamos a los enfermos ante la
dificultad que supone el largo tiempo necesario para el análisis, suele
encontrar y proponernos una determinada solución. Dividen sus padecimientos en
dos grupos, principal y secundario. Pero al pensar así estiman muy por alto el
poder electivo del análisis. El médico analista puede, desde luego, alcanzar
resultados positivos muy importantes, pero lo que no puede es determinar
precisamente cuáles. Pero el proceso sigue, una vez iniciado, su propio camino,
sin dejarse marcar una dirección, ni mucho menos la sucesión de los puntos que
ha de ir atacando. Un enfermo al que, siguiendo sus deseos, hubiéramos
libertado de un síntoma intolerable, podría experimentar a poco la dolorosa
sorpresa de ver intensificarse, a su vez, hasta lo intolerable, otro síntoma
distinto, benigno hasta entonces. Todo aquel que quiera hacer lo más
independiente posible de sus condiciones sugestivas (esto es, de sus condiciones
de transferencia) el éxito terapéutico, obrará cuerdamente renunciando también
a los indicios de influencia electiva de que el médico dispone.
Otra de las cuestiones que deben ser
resueltas al iniciar un tratamiento es la referente al dinero. El analista no
niega que el dinero debe ser considerado en primera línea como medio para la
conservación individual y la adquisición de poderío, pero afirma, además, que
en valoración participan poderosos factores sexuales. El analista debe tratar
ante el paciente las cuestiones de dinero con la misma sinceridad natural que
quiere inculcarle en cuanto a los hechos de la vida sexual, y de este modo le
demostrará ya desde un principio haber renunciado él mismo a un falso pudor,
comunicándole espontáneamente en cuánto estima su tiempo y su trabajo. La
baratura de un tratamiento no contribuye en modo alguno a hacerlo más estimable
a los enfermos. El analista podrá apoyar además sus pretensiones de orden
económico en el hecho de que, trabajando intensamente, jamás puede llegar a
ganar tanto como otros especialistas.
El tratamiento gratuito intensifica
enormemente algunas de las resistencias del neurótico; la relación entre ambos
pierde todo carácter oral y el paciente queda privado de uno de los motivos
principales para atender a la terminación de la cura.
Al atacar con medios puramente
psicoterápicos la neurosis de un sujeto necesitado, advertimos en seguida que
lo que él demanda en este caso es una terapia actual de muy distinto género
también entre estas personas encontramos a veces individuos muy estimables a
quienes la desgracia ha vencido sin culpa alguna por parte de ellos y en los
cuales no tropieza el tratamiento gratuito con los obstáculos antes indicados,
obteniendo, por el contrario, resultados perfectos.
Para la clase media, el gasto que supone el
tratamiento psicoanalítico sólo aparentemente puede resultar excesivo. Aparte
de que un gasto relativamente moderado nunca puede significar nada frente a la
salud y a la capacidad funcional. Lo más costoso en esta vida es la enfermedad…
y la tontería.
El ceremonial en las sesiones del
tratamiento: hacer echarse al paciente en un diván, colocándose el médico
detrás de él y fuera del alcance de su vista. No quiero que mi gesto procure al
paciente materia de interpretaciones o influya sobre sus manifestaciones. Por
lo general, el sujeto no se acomoda gustoso a esta disposición y se rebela
contra ella, sobre todo cuando el instinto visual (voyeurs) desempeña un papel
importante en su neurosis.
No importa cuál sea la materia con la que
iniciemos el análisis. Lo único de que debemos cuidarnos es de empezar dejando
hablar al enfermo sobre sí mismo, sin entrar a determinar su elección del punto
de partida. Durante su relato acudirán a su pensamiento diversas ideas que
usted se inclinará a rechazar con ciertas objeciones críticas. Debe usted
guardarse de ceder a tales críticas y decirlo a pesar de sentirse inclinado a
silenciarlo, o precisamente por ello. Esta regla es la única que habrá usted de
observar. Diga usted, pues, todo lo que acude a su pensamiento, ha prometido
ser absolutamente sincero y no calle nunca algo porque le resulte desagradable
comunicarlo.
En ningún caso debe, sin embargo, esperarse
un relato sistemático, ni tampoco hacer nada por conseguirlo.
Hay pacientes que a partir de las primeras
sesiones preparan previamente, para un mejor aprovechamiento del tiempo. Pero
en esta conducta se esconde una resistencia disfrazada de celosos interés por
el análisis. Se le aconseja que no lo haga, salvo en los casos que se trate de
antecedentes de su familia, cambios de domicilio, etc.
En aquellos pacientes que tratan de
mantener en secreto el tratamiento, no hay objeción, pero esto impedirá que
algunos de los más acabados éxitos terapéuticos lleguen a actuar convincentemente
sobre la opinión general.. También hace pensar en el carácter se su historia
íntima.
Aconsejando al enfermo en los comienzos de
la cura que procure no confiar sino a limitadísimas personas o a ninguna la
marcha y los detalles de su tratamiento, le protegemos de las muchas
influencias hostiles que intentarán apartarle del análisis. Más tarde tales
influencias resultan inofensivas, y hasta facilitarán las resistencias.
Algunas veces los pacientes comenzarán la
cura objetando que no se les ocurre nada que contar. Pero nunca debemos ceder a
su demanda de que les marquemos el tema sobre el que han de hablar. Se trata de
una intensa resistencia y que hay que atacar diciendo que no puede no
ocurrírsele nada y que es realmente una resistencia que revela parte de sus
complejos, obligando al paciente a iniciar sus confesiones. Es un mal signo el
que el paciente, una vez aceptada la regla fundamental calle ciertas cosas,
menos malo es el que nos exprese abiertamente su desconfianza hacia nosotros o
el tratamiento. Si niega estas posibilidades al exponérselas nosotros, le
arrancaremos la confesión de haber silenciado determinados pensamientos. Por
ejemplo pensar en los objetos del consultorio y todo lo relacionado con el
tratamiento, ya son indicadores de la transferencia hacia el médico, por lo
cual con ellos debe comenzar a trabajar.
Mujeres que, según la historia de su vida
se hayan preparadas a una agresión sexual y los homosexuales reprimidos son los
que generalmente alegan que no se les ocurre nada.
También los primeros síntomas y actos
casuales de los pacientes presentan singular interés y delatan uno de los
complejos que dominan su neurosis.
Muchos pacientes se revelan contra la
indicación de acostarse en el diván de espaldas a nosotros, y solicitan nuestro
permiso para adoptar otra posición en la cual puedan ver a médico. No accedemos
jamás a ello; pero en cambió no podemos evitar que antes de comenzar
“oficialmente” la sesión o después de terminarla, nos dirijan algunas frases
para dividir el tratamiento en dos partes: una “oficial” en la cual se muestran
cohibidos y otra “amistosa”, en la que aparecen más desenvueltos y comunican
toda clase de cosas que, para ellos no corresponden al tratamiento. El médico
no se acomoda por mucho tiempo a esto, pero lo tiene en cuenta para el
análisis. Esta separación que el sujeto desea estableces en una resistencia de
transferencia.
En tanto que las comunicaciones y las
ocurrencias del paciente se suceden sin interrupción, no debemos tocar para
nada el tema de la transferencia, dejando esta labor para cuando la
transferencia se haya convertido en una resistencia.
En relación a cuándo se debe comunicar las
interpretaciones al analizado, el momento es nunca antes de haberse establecido
en el paciente una transferencia aprovechable. Si adoptamos desde el principio
una actitud que no sea de cariñoso interés y simpatía y nos mostramos rígidos o
moralizantes tal como representantes de otras personas cercanas a él,
destruiremos la posibilidad de vencer las primeras resistencias y lograr una
transferencia positiva.
Existen analíticos que se vanaglorian de
sus interpretaciones y diagnósticos rápidos, pero ellos sólo conseguirán
desacreditarse a ellos y al análisis, pues provocarán en los pacientes
resistencias intensísimas, independientemente de que sus deducciones sean
acertadas o no. O mejor dicho, cuanto más acertada su deducción, más fuerte
será la resistencia. En consecuencia el resultado terapéutico será nulo y lo
abandonará. Incluso en estadios más avanzados del tratamiento, no se debe
interpretar hasta que el paciente no esté próximo a descubrir la solución de su
síntoma por sí mismo. Una comunicación prematura, pone un término a la cura
tanto a consecuencia de las resistencias como por el alivio concomitante a la
solución.
La revelación consciente de lo reprimido al
enfermo no permanece totalmente sin efecto. Si no conseguimos con ella el fin
deseado de poner término a sus síntomas, trae consigo, sin embargo, otras
consecuencias. En un principio provocará resistencias; pero una vez vencidas
éstas, estimulará un proceso mental en cuyo curso surgirá por fin la acción
esperada sobre el recuerdo inconsciente.
El primer motor de la terapia está en las
dolencias del enfermo y en el deseo de curación por ellas engendrado. De la
magnitud de esta motivación hemos de sustraer la ventaja secundaria de la
enfermedad. Todo alivio provoca una disminución de la misma, pero por sí sola
no suprime la enfermedad. Para ello, el tratamiento analítico procura las
magnitudes de energía necesarias para el vencimiento de las resistencias,
movilizando otras para la transferencia e informándole los caminos por los que
debe dirigir tales energías. La transferencia logra suprimir muchas veces los
síntomas, pero solo mientras ella existe, esto es un tratamiento sugestivo. Un
psicoanálisis es cuando la transferencia ha empleado su intensidad para vencer
las resistencias. Solo entonces es imposible la enfermedad cuando la
transferencia sea suprimida.
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