J.-M. Charcot fue sorprendido el 16 de agosto de este año por una muerte súbita sin previo achaque ni enfermedad, tras una vida feliz y coronada por la fama. Con ello, la joven ciencia de la neurología ha perdido prematuramente a su máximo promotor; los neurólogos de todos los países, a su maestro, y Francia, a uno de sus primeros hombres. Tenía sólo 68 años, y su vigor físico y la lozanía de su espíritu, coincidentemente con sus no disimulados deseos, parecían destinarlo a aquella longevidad que ha cabido en suerte a no pocos trabajadores intelectuales de este siglo. Los espléndidos nueve volúmenes de sus Oeuvres complètes, en que sus discípulos han recopilado sus contribuciones a la medicina y la neuropatología, más las leçons du mardi {Lecciones de los martes}, informes anuales de su labor clínica en la Salpétrière, y otras obras todavía; todas estas publicaciones sumadas, digo, que serán siempre dilectas para la ciencia y para los discípulos de Charcot, no pueden sustituirnos al hombre, quien tenía mucho más que dar y enseñar aún, este hombre y estas obras a quien nadie se acercó sin cosechar fruto.
Sus grandes éxitos le causaban honesto y humano regocijo, y le gustaba contar sus comienzos y el camino transitado. El rico material de los hechos neuropatológicos, por completo ignorado en esa época, despertó su temprana curiosidad científica; ocurrió ya, según él contaba, siendo un joven interne. Por ese tiempo, toda vez que visitaba con su médico jefe uno de los departamentos de la Salpétrière (instituto asistencial de mujeres) y recorría esa selva de parálisis, espasmos y convulsiones que hace cuarenta años no habían sido bautizados ni eran entendidos, solía decirse: «Faudrait y retourner et y rester»; y cumplió su palabra. Designado médecin des hôpitaux, procuró enseguida ingresar en uno de aquellos departamentos de la Salpêtrière, que albergaban a las enfermas nerviosas; y una vez que lo hubo conseguido, permaneció allí, sin usar del derecho que en Francia permite al médecin des hôpitaux cambiar, en turnos regulares, de hospital y de departamento, y por tanto de especialidad.
Así, aquella primera impresión que recibió, y el designio que ella le hizo concebir, fueron determinantes para su ulterior desarrollo. Y disponer de un gran material de enfermos nerviosos crónicos le permitió emplear su singular talento. No era un cavilador, no era un pensador, sino una naturaleza artísticamente dotada; era, como él mismo se nombraba, un «visuel», un vidente. Acerca de su manera de trabajar nos refería esto: solía mirar una y otra vez las cosas que no conocía, reforzaba día tras día la impresión que ellas le causaban, hasta que de pronto se le abría el entendimiento. Y era que entonces, ante el ojo de su espíritu, se ordenaba el aparente caos que el retorno de unos síntomas siempre iguales semejaba; así surgían los nuevos cuadros clínicos, singularizados por el enlace constante de ciertos grupos de síntomas; los casos completos y extremos, los «tipos», se podían recortar con el auxilio de una suerte de esquematización, y desde los tipos el ojo perseguía las largas series de los casos menos acusados, las «formes frustes», que terminaban por perderse en lo indistinto desde este o est-otro rasgo característico. A este trabajo intelectual, en que no reconocía iguales, lo llamaba «cultivar la nosografía»; y era su orgullo. Se le oía decir que la máxima satisfacción que un hombre puede tener es ver algo nuevo, o sea, discernirlo como nuevo, y volvía siempre, en puntualizaciones una y otra vez repetidas, sobre lo difícil y meritorio de ese «ver». Se preguntaba por qué en la medicina los hombres sólo veían aquello que ya habían aprendido a ver; se decía que era asombroso que uno pudiera ver de pronto cosas nuevas -nuevos estados patológicos- que, empero, eran tan viejas como el género humano; y él mismo debía confesar que ahora veía muchas que durante treinta años tuvo ante sí en las salas de internados, sin que atinase a verlas, A un médico no hace falta señalarle la riqueza de formas que la neuropatología ganó gracias a él, ni la agudeza y seguridad de diagnóstico que sus observaciones posibilitaron. En cuanto al discípulo que en su compañía recorría durante horas las salas de la SaIpêtrière, ese museo de hechos clínicos cuyo nombre y definición provenían en buena parte de él mismo, no podía menos que acordarse de Cuvier, cuya estatua frente al Jardin des Plantes muestra al gran conocedor y describidor del mundo animal rodeado por multitud de figuras zoológicas, o bien del mito de Adán, quien vivió acaso en medida suprema ese goce intelectual exaltado por Charcot, cuando Dios le presentó el mundo vivo del paraíso para que lo separara y lo nombrara.
Y Charcot nunca cesó de abogar por los derechos del trabajo puramente clínico, que consiste en ver y ordenar, contra los desbordes de la medicina teórica. Cierta vez estábamos reunidos un pequeño grupo de extranjeros, formados en la fisiología académica alemana, y lo fastidiábamos objetando sus novedades clínicas: «Eso no puede ser -le opuso uno de nosotros-, pues contradice la teoría de Young Helinholtz». No replicó «Tanto peor para la teoría; los hechos de la clínica tienen precedencia», o cosa parecida, pero nos dijo algo que nos causó gran impresión: «La théorie, ¿est bon, mais ça n'empêche pas d'exister». (ver nota)
Durante muchos años dictó Charcot la cátedra de anatomía patológica en París; y sin tener puesto alguno, como un quehacer colateral, desarrollaba sus trabajos y sus conferencias de neuropatología, que pronto le dieron fama también en el exterior. Y' bien, para la neuropatología fue una suerte que el mismo hombre pudiera tomar la conducción en ambas instancias, creando por un lado, mediante la observación clínica, los cuadros nosológicos, y por el otro poniendo de manifiesto, tanto en el tipo como en la forme fruste, idéntica alteración anatómica como base de la afección. Son de todos conocidos los éxitos que este método anatomoclínico de Charcot obtuvo en el campo de las patologías nerviosas orgánicas, la tabes, la esclerosis múltiple, la esclerosis lateral amiotrófica, etc. A menudo hizo falta una paciente espera de años hasta comprobar la alteración orgánica en el caso de estas afecciones crónicas que no llevan directamente a la muerte, y sólo un asilo para inválidos, como la Salpêtrière, podía permitirse seguir y retener a los enfermos por lapsos tan prolongados. (ver nota) Es cierto que Charcot hizo la primera comprobación de esta índole antes que pudiera disponer de un departamento hospitalario. Mientras era estudiante, el azar lo puso frente a una doméstica que padecía de unos curiosos temblores y por su torpeza no conseguía empleo. Charcot discernió su estado como el de una paralysie choréitorme, ya descrita por Duchenne, pero cuyo fundamento se ignoraba. Tomó a su servicio a la interesante mujer, a costa de una pequeña fortuna que al paso de los años tuvo que desembolsar en fuentes y platos; y cuando finalmente murió, pudo demostrar en ella que la paralysie choréilorme era la expresión clínica de la esclerosis cerebro-espinal múltiple.
La anatomía patológica tiene a su cargo dos órdenes de contribuciones a la neuropatología: además de probar la alteración patológica, debe establecer su localización; y todos sabemos que en los últimos dos decenios la segunda parte de esa tarea ha despertado el mayor interés y experimentado grandísimo avance. También en esta tarea Charcot prestó una colaboración sobresaliente, aunque no fueran suyos los descubrimientos inaugurales. Primero siguió las huellas de nuestro compatriota Türck, quien, según es fama, vivió y estudió bastante solitario en nuestro medio; y después, advenidas las dos grandes innovaciones que abrieron una época nueva para nuestro saber acerca de la «localización de las enfermedades nerviosas» -los experimentos de estimulación de Hitzig-Fritsch y los descubrimientos de Flechsig sobre la médula espinal-, Charcot hizo, en sus «Lecciones sobre la localización», lo más y lo mejor a fin de conjugar las nuevas doctrinas con la clínica y volverlas fructíferas para esta. Por lo que atañe, en especial, al vínculo de la musculatura corporal con la zona motriz del encéfalo humano, recuerdo cuánto tiempo permaneció indefinida la modalidad exacta y la tópica de ese vínculo (¿subrogación común de ambas extremidades en los mismos lugares, o subrogación de la extremidad superior en la circunvolución central anterior y de la inferior en la circunvolución central posterior, vale decir, una articulación vertical? ), hasta que al fin la continua observación clínica y unos experimentos de estimulación y extirpación en seres humanos vivos en oportunidad de realizar intervenciones quirúrgicas dieron la razón al punto de vista de Charcot y de Pitres, según el cual el tercio medio de las circunvoluciones centrales sirve de manera preeminente a la subrogación del brazo, el tercio superior y la porción medial a la subrogación de la pierna, de suerte que en la región motriz se cumple una articulación horizontal.
Irrealizable tarea sería demostrar la significación de Charcot para la neuropatología enumerando todos sus logros, pues son pocos los temas de alguna importancia durante los dos últimos decenios en cuya formulación y examen la escuela de la Salpétrière no haya tenido participación sobresaliente. «La escuela de la Salpêtrière» era, desde luego, Charcot mismo, a quien con facilidad se lo reconocía, por la riqueza de su experiencia, el claro y trasparente lenguaje y la plasticidad de sus descripciones, en cada trabajo de la escuela. En el círculo de hombres jóvenes que así atraía, haciéndolos copartícipes de sus investigaciones, algunos cobraron luego conciencia de su propia individualidad y se labraron un nombre brillante; también ocurría en ocasiones que alguien sustentara cierta tesis que, a juicio del maestro, era más ingeniosa que correcta, y en pláticas y conferencias la combatía con bastante sarcasmo sin que por ello sufriera menoscabo la relación con el amado discípulo. Y en verdad, Charcot deja un grupo de discípulos cuya calidad intelectual y los logros que ya han obtenido garantizan que el cultivo de la neuropatología en París no descenderá tan pronto de la altura hasta la cual Charcot la había elevado.
En Viena hemos podido hacer repetidas veces la experiencia de que la valía intelectual de un académico no necesariamente se aúna con aquel influjo personal directo sobre los jóvenes que se exterioriza en la fundación de una escuela numerosa y sustantiva. Si Charcot fue mucho más afortunado en este punto, sería preciso atribuirlo a las cualidades personales del hombre, al ensalmo que fluía de su presencia y de su voz, a la amable franqueza que singularizaba a su comportamiento apenas se superaba la distancia inicial en el trato recíproco, a la prontitud con que lo ponía todo a disposición de sus discípulos y a la fidelidad que les guardaba toda la vida. Las horas que pasaba en las salas de sus enfermos eran de compañía y de intercambio de ideas con todo su personal médico; jamás se recluyó allí: hasta el más joven de los externos tenía oportunidad de verlo trabajar y le estaba permitido importunarlo, libertad de que también gozaban los extranjeros que en los últimos años nunca faltaban en sus horas de visita. Por fin, cuando en las veladas Madame Charcot, ayudada por una hija talentosa que iba floreciendo con los rasgos del padre, abría las puertas de su hospitalario hogar a una sociedad escogida, los discípulos y asistentes médicos del dueño de casa, que nunca faltaban a esas reuniones, aparecían ante los huéspedes como parte de la familia.
En 1882 o 1883, las condiciones de vida y de trabajo de Charcot cobraron su plasmación definitiva. Se había llegado a entender que la obra de este hombre formaba parte de la «gloire» nacional, con tanto celo custodiada tras la infortunada guerra de 1870-71. El gobierno, a cuyo frente estaba Gambetta, viejo amigo de Charcot, creó para él una cátedra de neuropatología en la facultad, a cambio de la cual pudo renunciar a la de anatomía patológica, y una clínica, junto con institutos científicos, anexos, en la Salpétrière. «Le service de Monsieur Charcot» comprendía ahora, además de las antiguas dependencias asignadas a enfermas crónicas, varias salas clínicas donde también eran atendidos varones, un gigantesco consultorio ambulatorio (la «consultation externe»), un laboratorio histológico, un museo, una sección de electroterapia, otra de ojos y oídos, y un taller fotográfico propio; ocasiones, todas estas que he mencionado, para que los ex asistentes y discípulos quedaran ligados a la clínica de manera permanente con cargos fijos. Los edificios de dos plantas, de cochambroso aspecto, junto con los patios que los rodeaban, presentaban para el extranjero un notable parecido con nuestro Allgemeines Krankenhaus, pero la semejanza no pasaba mucho de allí. «Quizás esto no sea lindo -decía Charcot, cuando mostraba al visitante sus posesiones-, pero uno halla sitio para todo cuanto quiera hacer».
Charcot estaba en el apogeo de la vida cuando pusieron a su disposición esa abundancia de medios para la docencia y la investigación. Era un trabajador infatigable; yo creo que siempre fue el más laborioso de toda la escuela. Un consultorio privado donde se daban cita enfermos «de Samarcanda y de las Antillas» no consiguió distraerlo de su actividad docente ni de sus investigaciones. La gente que a él afluía en número tan grande no acudía ciertamente sólo al investigador famoso, sino en mayor medida al gran médico y filántropo que sabía siempre hallar una respuesta, o bien la colegía si el estado presente de la ciencia no le consentía saberla. Muchas veces se le ha reprochado su terapia, que por su abundancia de prescripciones no podía menos que ofender a una mentalidad racionalista. Pero él se limitaba a continuar con los métodos usuales en su época y lugar, sin abrigar grandes ilusiones acerca de su eficacia. Por lo demás, no era pesimista en la expectativa terapéutica, y tanto antes como después promovió en su clínica el ensayo de nuevos métodos de tratamiento, métodos cuyo éxito, efímero, hallaba su esclarecimiento desde otro costado.
Como maestro, Charcot era directamente cautivante; cada una de sus conferencias era una pequeña obra de arte por su edificio y su articulación de tan acabada forma y tan persuasiva que durante todo el día no conseguía uno quitarse del oído la palabra por él dicha, ni de la mente lo que había demostrado. Rara vez presentaba un solo enfermo; casi siempre era una serie de ellos, o unos correlativos que comparaba entre sí. La sala donde dictaba sus conferencias estaba adornada con un cuadro que figuraba al «ciudadano» Pinel liberando de sus cadenas a los pobres orates de la Salpêtrière; y, en efecto, la Salpêtrière, que durante la Revolución había visto tantos horrores, fue también el escenario de esta, la más humana de todas las rebeliones. El propio maestro Charcot hacia una singular impresión en cada conferencia suya; él, de ordinario rebosante de vitalidad y alegría y en cuyos labios no moría el chiste, se veía serio y solemne bajo su casquete de terciopelo, en verdad avejentado, su voz nos sonaba como asordinada y tal vez podíamos comprender que unos extranjeros malintencionados pudieran tachar de teatral a toda la conferencia. Quienes así hablaban acaso estuvieran habituados a la soltura de la conferencia clínica alemana u olvidaran que Charcot pronunciaba por semana sólo una conferencia, que podía entonces preparar con esmero.
Pero si con esta conferencia solemne, en que todo estaba preparado y debía cumplirse como se había fijado, obedecía probablemente Charcot a una tradición arraigada, sentía también la necesidad de trasmitir a sus oyentes una imagen menos artificiosa de su quehacer. Le servía para ello el consultorio ambulatorio de la clínica, que atendía en persona durante las llamadas «leçons du mardi». Abordaba allí casos que desconocía por completo, se exponía a todas las vicisitudes de un examen, a todos los extravíos de una primera indagación; se despojaba de su autoridad para confesar en ocasiones que este caso no admitía diagnóstico, que en aquel lo habían engañado las apariencias, y nunca parecía más grande a sus oyentes que tras haberse así empeñado, con la más exhaustiva exposición de sus líneas de pensamiento, con la máxima franqueza para admitir sus dudas y reparos, en reducir el abismo entre maestro y discípulos. La publicación de estas conferencias improvisadas de 1887 y 1888, primero en francés, y en la actualidad también en lengua alemana, amplió hasta lo inconmensurable el número de sus admiradores; y ninguna otra obra de neuropatología ha alcanzado entre el público médico un éxito comparable.
Más o menos por la época en que se erigía su clínica y Charcot renunciaba a la cátedra de anatomía patológica, se consumaba en sus inclinaciones científicas un cambio al que debemos lo mejor de sus trabajos, y fue que declaró bastante completa por el momento la doctrina de las enfermedades nerviosas orgánicas, y empezó a consagrar su interés casi exclusivamente a la histeria, que así pasó a ocupar de golpe el centro de la atención general. Esta, la más enigmática de las enfermedades nerviosas, para cuya apreciación los médicos no habían hallado todavía el punto de vista adecuado, había caído por aquella época en un total descrédito, que se extendía tanto a las enfermas como a los médicos que se ocupaban de esa neurosis. En la histeria, se decía, todo es posible, y ya no se quería creer nada a las histéricas. El trabajo de Charcot comenzó devolviendo su dignidad al tema; la gente poco a poco se acostumbró a deponer la sonrisa irónica que las enfermas de entonces estaban seguras de encontrar; ya no serían necesariamente unas simuladoras, pues Charcot, con todo el peso de su autoridad, sostenía el carácter auténtico y objetivo de los fenómenos histéricos. Así él repetía en pequeño la hazaña liberadora en virtud de la cual el retrato de Pinel adornaba la sala de conferencias de la Salpêtrière. Una vez que se disipó el ciego temor de que las pobres enfermas lo volvieran a uno loco, temor que hasta entonces había obstaculizado todo estudio serio de la neurosis, fue posible ponerse a buscar el modo de elaboración que llevara a solucionar el problema por el camino más corto, A un observador enteramente imparcial se habría ofrecido el siguiente anudamiento: Si yo me encuentro con un ser humano que muestra todos los signos de un afecto doloroso, puesto que llora, grita, rabia, mi razonamiento no puede menos que llevarme a conjeturar en él un proceso anímico cuya exteriorización justificada serían aquellos fenómenos corporales. Mientras que la persona sana podría comunicar la impresión que la aflige, la histérica respondería que no la conoce, y de tal suerte quedaría planteado el problema: ¿a qué se debe que el histérico caiga presa de un afecto sobre cuyo ocasionamiento afirma no saber nada? Si uno mantiene la inferencia de que es forzoso que exista un proceso psíquico correspondiente, pero además da crédito a la aseveración del enfermo, que desmiente ese proceso; y si uno reúne los múltiples indicios de los que surge que el enfermo se comporta como si empero supiese el porqué, si explora su biografía y descubre en esta una ocasión -un trauma-- apropiada para producir justamente tales exteriorizaciones afectivas, todo ello impone una solución: el enfermo se encuentra en un particular estado anímico en que ya no todas sus impresiones ni sus recuerdos se mantienen cohesionados en una entramadura única, y en que cierto recuerdo puede exteriorizar su afecto mediante fenómenos corporales sin que el grupo de los otros procesos anímicos, el yo, sepa la razón de ello ni pueda intervenir para impedirlo. La evocación de la diversidad psicológica, por todos conocida, entre el dormir y la vigilia habría podido reducir, por lo demás, la extrañeza de la hipótesis enunciada. Y no se objete que la teoría de una escisión de la conciencia, como solución del enigma de la histeria, estaría demasiado lejos de lo que pudiera imponerse como evidente a nuestro observador imparcial y desprevenido. En efecto, la Edad Medía había escogido esta solución declarando que la posesión por un demonio era la causa de los fenómenos histéricos; sólo habría sido preciso sustituir por la terminología científica del presente las expresiones que la religión dictaba en aquella edad oscura y supersticiosa. (ver nota)
Charcot no tomó este camino hacia el esclarecimiento de la histeria, y ello a pesar de que espigó abundantemente en los informes conservados sobre procesos de brujería y de posesión a fin de probar que los fenómenos de la neurosis habían sido en aquel tiempo los mismos que hoy. Trató a la histeria como a cualquier otro tema de la neuropatología, proporcionó la descripción completa de sus fenómenos, demostró en estos una ley y una regla, enseñó a reconocer los síntomas que posibilitaban diagnosticar la histeria. El y sus discípulos emprendieron las más cuidadosas indagaciones sobre las perturbaciones que la histeria produce en la sensibilidad de la piel y los tejidos profundos, la conducta de los órganos sensoriales, las peculiaridades de las contracturas y parálisis histéricas, las perturbaciones tróficas y las alteraciones del metabolismo. Se describieron las múltiples formas del ataque histérico, formulando un esquema que mostraba la articulación típica del gran ataque histérico [«grande Hysterie»] en cuatro estadios, y se recondujeron a ese tipo los ataques «pequeños» comúnmente observados [«petite histérie»]. De igual modo, se estudiaron la situación y frecuencia de las llamadas «zonas histerógenas», su vínculo con los ataques, etc. Y sobre la base de todas estas noticias acerca de la manifestación de la histeria se hizo una serie de sorprendentes descubrimientos; se halló histeria en el sexo masculino, en particular entre los varones de la clase obrera, con una frecuencia que no se habría sospechado, y fue posible convencerse de que pertenecían a la histeria ciertos casos fortuitos que se atribuían al alcohol o al saturnismo; también se pudo subsumir bajo aquella todo un número de afecciones que permanecían aisladas e incomprendidas, así como separar lo propio de la histeria cuando esta neurosis se había conjugado en cuadros complejos con otras afecciones. Y del mayor alcance fueron, sin duda, las investigaciones sobre las afecciones nerviosas sobrevenidas tras graves traumas, las «neurosis traumáticas» cuya concepción hoy todavía se discute y respecto de las cuales Charcot sustentó con éxito su relación con la histeria. ,
Después que las últimas extensiones del concepto de la histeria hubieron llevado tan a menudo a desestimar diversos diagnósticos etiológicos, nació la necesidad de profundizar en la etiología de la histeria. Charcot propuso para ella una fórmula simple: la herencia cuenta como única causa; de acuerdo con ello, la histeria es una forma de la degeneración, un miembro de la «famille névropathique»; todos los otros factores etiológicos desempeñan el papel de causas de oportunidad, de «agents provocateurs». (ver nota)
Desde luego que este gran edificio no se pudo erigir sin desatar una contradicción violenta, pero eran las objeciones infecundas de una vieja generación que no quería saber nada de alterar sus opiniones; los más jóvenes entre los neuropatólogos, incluso en Alemania, aceptaron en mayor o menor medida las doctrinas de Charcot. Este último estaba totalmente seguro del triunfo de sus doctrinas acerca de la histeria; si se pretendía objetarle que los cuatro estadios del ataque, la histeria en varones, etc., no se observaban fuera de Francia, aducía permanentemente que él mismo había pasado por alto esas cosas y repetía que la histeria era idéntica en todas partes y en todos los tiempos. Frente al reproche de que los franceses eran una nación mucho más nerviosa que otras, y de que la histeria constituía por así decir una mala costumbre nacional, se mostraba muy susceptible, y pudo alegrarse mucho cuando cierta publicación «sobre un caso de epilepsia refleja» en un granadero prusiano le posibilitó diagnosticar a la distancia una histeria.
En un punto de su trabajo superó Charcot aun el nivel de su restante tratamiento de la histeria y dio un paso que le asegura para siempre la fama de ser el primero que explicó la enfermedad. Empeñado en el estudio de las parálisis histéricas que se generan después de traumas, se le ocurrió reproducirlas artificialmente luego de haberlas diferenciado con esmero de las parálisis orgánicas. Para ello se valió de pacientes histéricos a quienes ponía en estado de sonambulismo mediante hipnosis. Consiguió demostrar, con un razonamiento sin lagunas, que esas parálisis eran consecuencia de representaciones que en momentos de particular predisposición habían gobernado el cerebro del enfermo. Así quedaba esclarecido por primera vez el mecanismo de un fenómeno histérico. Y esta magnífica pieza de investigación clínica fue retomada después por su propio discípulo Pierre Janet, así como por Breuer y otros, para esbozar una teoría de la neurosis que coincide con la concepción medieval tras sustituir por una fórmula psicológica el «demonio» de la fantasía eclesiástica.
Que Charcot se ocupara de los fenómenos hipnóticos en histéricos redundó en el máximo beneficio para este ámbito significativo de hechos hasta entonces descuidados y despreciados, pues con el peso de su nombre aventaba de una vez para siempre toda duda en la realidad de los fenómenos hipnóticos. No obstante, este tema psicológico puro no era conciliable con el tratamiento exclusivamente nosográfico que recibió en la escuela de la Salpétrière. La limitación del estudio de la hipnosis a los histéricos, el distingo entre hipnotismo grande y pequeño, la formulación de los tres estadios de la «gran hipnosis» y su singularización mediante fenómenos somáticos, todo ello perdió en la estima de los contemporáneos cuando Bernheim, discípulo de Liébeault, comenzó a edificar la doctrina del hipnotismo sobre tina base psicológica más amplia y a hacer de la sugestión el núcleo de la hipnosis. Sólo aquellos opositores al hipnotismo que se conformaban con encubrir su falta de experiencia propia invocando una autoridad siguieron sosteniendo las formulaciones de Charcot y prefirieron tomar por base una manifestación que este había hecho en sus últimos años, diciendo que la hipnosis carecía de toda significatividad como medio terapéutico. (ver nota)
También serían pronto impugnadas y rectificadas las teorías etiológicas que Charcot sustentó con su doctrina de la «famille névropathique», y que él había convertido en fundamento de toda su concepción sobre las enfermedades nerviosas. Tanto sobrestimaba Charcot el papel causal de la herencia que no dejó espacio alguno para la adquisición de neuropatías; asignó a la sífilis sólo un modesto lugar entre los «agents provocateurs», y no separó las afecciones nerviosas orgánicas de las neurosis con la suficiente nitidez en el campo de la etiología ni en ningún otro. Es inevitable que el progreso de nuestra ciencia, con la multiplicación de nuestros conocimientos, desvalorice mucho de lo que Charcot nos ha enseñado; pero ningún cambio de los tiempos o de las opiniones podrá menoscabar la fama del hombre por quien hoy -en Francia y en otros países- hacemos duelo
HHJHJHJHJ
ResponderEliminar