En los últimos años tuve oportunidad de estudiar analíticamente cierto número de varones
cuya elección de
objeto era regida por un fetiche. No se crea que esas personas recurrieron al
análisis
necesariamente a causa del fetiche, pues si bien este es discernido como una
anormalidad por sus
adictos, rara vez lo sienten como un síntoma que provoque padecimiento;
las más de las veces
están muy contentos con él y hasta alaban las facilidades que les brinda
en su vida amorosa.
En general, entonces, el fetiche desempeñó el papel de un diagnóstico
subsidiario.
Por obvias razones,
los detalles de estos casos no son aptos para la publicidad. En razón de
ello, no puedo
mostrar cómo circunstancias contingentes contribuyeron a la elección del
fetiche.
El caso más asombroso
pareció el de un joven que había elevado a la condición fetichista cierto
«brillo en la nariz».
Se obtuvo un esclarecimiento sorprendente al averiguar que el paciente
había sido criado en
Inglaterra pero luego se estableció en Alemania, donde olvidó casi por
completo su lengua
materna. Ese fetiche, que provenía de su primera infancia, no debía leerse
en alemán, sino en
inglés: el «brillo {GIanz} en
la nariz» era en verdad una «mirada en la nariz»
(«glance», «mirada»); en consecuencia, el fetiche
era la nariz, a la que por lo demás él prestaba
a voluntad esa
particular luz brillante que otros no podían percibir.
La respuesta que el
análisis arrojó acerca del sentido y el propósito del fetiche fue en todos los
casos la misma. Se la
obtuvo de manera tan espontánea y me resultó tan convincente que
estoy preparado para
esperar la misma solución en cada caso de fetichismo, universalmente.
Si ahora comunico que
el fetiche es un sustituto del pene, sin duda provocaré desilusión. Por
eso me apresuro a
agregar que no es el sustituto de uno cualquiera, sino de un pene
determinado, muy
particular, que ha tenido gran significatividad en la primera infancia, pero se
perdió más tarde.
Esto es: normalmente debiera ser resignado, pero justamente el fetiche está
destinado a
preservarlo de su sepultamiento {Untergang} - Para decirlo con mayor claridad:
el
fetiche es el
sustituto del falo de la mujer (de la madre) en que el varoncito ha creído y al
que no
quiere renunciar
-sabemos por qué-
He aquí, pues, el
proceso: el varoncito rehusó darse por enterado de un hecho de su
percepción, a saber,
que la mujer no posee pene. No, eso no puede ser cierto, pues si la mujer
está castrada, su
propia posesión de pene corre peligro, y en contra de ello se revuelve la
porción de narcisismo
con que la naturaleza, providente, ha dotado justa. mente a ese órgano.
Acaso el adulto
vivenciará luego un pánico semejante si se proclama que el trono y el altar
peligran, y lo
llevará a parecidas consecuencias ¡lógicas. Si no me equivoco, Laforgue diría
en
este caso que el
muchacho «escotomiza» la percepción de la falta de pene en la mujer.
Un término nuevo se justifica cuando describe o destaca una nueva relación entre
Un término nuevo se justifica cuando describe o destaca una nueva relación entre
las cosas. No es el
caso aquí; la pieza más antigua de nuestra terminología psicoanalítica, la
palabra «represión»
{«Verdrängung», «desalojo»}, se refiere ya a ese proceso patológico. Si en
este se quiere
separar de manera más nítida el destino de la representación del destino del
afecto, y reservar el término «represión» para el afecto, «desmentida»
{«Verleugnung»}
seria la designación alemana correcta para el destino de la
representación.
«Escotomización» me parece particularmente inapropiado porque evoca la idea
de que la percepción
se borraría de plano, de modo que el resultado sería el mismo que si una
impresión visual cayera
sobre el punto ciego de la retina. Pero en la situación que
consideramos, por el
contrarío, parece que la percepción permanece y se emprendió una
acción muy enérgica
para sustentar su desmentida. No es correcto que tras su observación de
la mujer el niño haya
salvado para sí, incólume, su creencia en el falo de aquella. La ha
conservado, pero
también la ha resignado; en el conflicto entre el peso de la percepción
indeseada y la
intensidad del deseo contrarío se ha llegado a un compromiso como sólo es
posible bajo el
imperio de las leyes del pensamiento inconciente -de los procesos primarios-
Sí;
en lo psíquico la
mujer sigue teniendo un pene, pero este pene ya no es el mismo que antes era.
Algo otro lo ha
remplazado; fue designado su sustituto, por así decir, que entonces hereda el
interés que se había
dirigido al primero. Y aún más: ese interés experimenta un extraordinario
aumento porque el
horror a la castración se ha erigido un monumento recordatorio con la
creación de este
sustituto. Como stigma indelebile de
la represión sobrevenida permanece,
además, la
enajenación respecto de los reales genitales femeninos, que no falta en ningún
fetichista. Ahora se
tiene una visión panorámica de lo que el fetiche rinde y de la vía por la cual
se lo mantiene. Perdura
como el signo del triunfo sobre la amenaza de castración y de la
protección contra
ella y le ahorra al fetichista el devenir homosexual, en tanto presta a la
mujer
aquel carácter por el
cual se vuelve soportable como objeto sexual. En la vida posterior, el
fetichista cree gozar
todavía de otra ventaja de su sustituto genital. Los otros no disciernen la
significación del
fetiche, y por eso no lo rehusan; es accesible con facilidad, y resulta cómodo
obtener la
satisfacción ligada con él. Lo que otros varones requieren y deben empeñarse en
conseguir, no depara
al fetichista trabajo alguno.
Probablemente a
ninguna persona del sexo masculino le es ahorrado el terror a la castración
al ver los genitales
femeninos. ¿Por qué algunos se vuelven homosexuales a consecuencia de
esa impresión, otros
se defienden de ella creando un fetiche y la inmensa mayoría la supera?
He ahí algo que por
cierto no sabemos explicar. Es posible que, de todas las condiciones
cooperantes, no
conozcamos todavía las decisivas para los raros desenlaces patológicos; por
lo demás,
contentémonos con poder explicar lo que acontece, y considerémonos autorizados
a
desechar
provisionalmente la tarea de explicar por qué algo no acontece.
Cabría esperar que,
en sustitución del falo femenino que se echó de menos, se escogieran
aquellos órganos u
objetos que también en otros casos subrogan al pene en calidad de
símbolos. Acaso ello
ocurra con bastante frecuencia, pero sin duda no es lo decisivo. En la
instauración del
fetiche parece serlo, más bien, la suspensión de un proceso, semejante a la
detención del
recuerdo en la amnesia traumática también en aquella el interés se detiene como
a mitad de camino;
acaso se retenga como fetiche la última impresión anterior a la traumática,
la ominosa {unheimlich}. Entonces, el pie o el zapato -o una
parte de ellos- deben su preferencia
como fetiches a la
circunstancia de que la curiosidad del varoncito fisgoneó los genitales
femeninos desde
abajo, desde las piernas; pieles y terciopelo -esto ya había
sido conjeturado
desde mucho antes- fijan la visión del vello pubiano, a la que habría debido
seguir la ansiada
visión del miembro femenino; las prendas interiores, que tan a menudo se
escogen como fetiche,
detienen el momento del desvestido, el último en que todavía se pudo
considerar fálica a
la mujer. Empero, no pretendo aseverar que en todos los casos se averigüe
con trasparente
certeza la determinación del fetiche. Ha de recomendarse perentoriamente la
indagación del
fetichismo a todos aquellos que todavía dudan de la existencia del complejo de
castración o pueden
creer que el terror ante los genitales femeninos tiene otro fundamento (p.
ej., que deriva del
supuesto recuerdo del trauma del nacimiento).
Para mí, el
esclarecimiento del fetiche tiene aún otro interés teórico. Hace poco, por un
camino
puramente
especulativo, di con el enunciado de que la diferencia esencial entre neurosis
y
psicosis reside en
que en la primera el yo sofoca, al servicio de la realidad, un fragmento del
ello, mientras que en
la psicosis se deja arrastrar por el ello a desasirse de un fragmento de la
realidad; y aun he
vuelto otra vez sobre el mismo tema. Pero pronto tuve ocasión de
lamentar mi osadía de
avanzar tanto. Por el análisis de dos jóvenes averigüé que ambos no se
habían dado por
enterados, en su segundo y su décimo año de vida, respectivamente, de la
muerte de su padre;
la habían «escotomizado» ... a pesar de lo cual ninguno había desarrollado
una psicosis. Vale
decir que en su caso el yo había desmentido un fragmento sin duda
sustantivo de la
realidad, como hace el yo del fetichista con el hecho desagradable de la
castración de la mujer.
Empecé a vislumbrar también que los sucesos de esta índole en modo
alguno son raros en
la vida infantil, y pude tenerme por convicto de mi error en la
caracterización de
neurosis y psicosis. Es cierto que quedaba un expediente: acaso mi fórmula
se corroboraba sólo
para un grado más alto de diferenciación dentro del aparato psíquico; le
estaría permitido al
niño lo que en el adulto por fuerza se castigaría con un grave deterioro. Pero
ulteriores
indagaciones llevaron a solucionar de otro modo la contradicción.
Resultó, en efecto,
que esos dos jóvenes no habían «escotomizado» la muerte de su padre
más que los
fetichistas la castración de la mujer. Dentro de la vida anímica de aquellos,
sólo
una corriente no
había reconocido la muerte del padre; pero existía otra que había dado cabal
razón de ese hecho:
coexistían, una junto a la otra, la actitud acorde al deseo y la acorde a la
realidad. En uno de
los dos casos, esa escisión pasó a ser la base de una neurosis obsesiva de
mediana gravedad; en
todas las situaciones de su vida el joven oscilaba entre dos premisas:
una, que el padre
seguía con vida y estorbaba su actividad, y la contrapuesta, que tenía derecho
a considerarse el
heredero del padre fallecido. Me es posible, en consecuencia, mantener la
expectativa de que en
el caso de la psicosis una de esas corrientes, la acorde con la realidad,
faltaría
efectivamente.
Si vuelvo a la
descripción del fetichismo, tengo que señalar que ciertamente hay numerosas e
importantes pruebas
de la bi-escindida actitud del fetichista frente al problema de la castración
de la mujer. En casos
muy refinados, es en la construcción del fetiche mismo donde han
encontrado cabida
tanto la desmentida como la aseveración de la castración. Así en un hombre
cuyo fetiche
consistía en unas bragas íntimas, como las que pueden usarse a modo de malla
de baño. Esta pieza
de vestimenta ocultaba por completo los genitales y la diferencia de los
genitales. Según lo
demostró el análisis, significaba tanto que la mujer está castrada cuanto que
no está castrada, y
además permitía la hipótesis de la castración del varón, pues todas esas
posibilidades podían
esconderse tras las bragas, cuyo primer esbozo en la infancia había sido la
hoja de higuera de una
estatua. Un fetiche tal, doblemente anudado a partir de opuestos, se
sostiene
particularmente bien, desde luego. En otros casos, la bi-escisión se muestra en
lo que
el fetichista hace
-en la realidad o en la fantasía- con su fetiche. No sería exhaustivo destacar
que venera al
fetiche: en muchos casos lo trata de una manera que evidentemente equivale a
una figuración de la
castración. Esto acontece, en particular, cuando se ha desarrollado una
fuerte
identificación-padre; el fetichista desempeña entonces el papel del padre, a
quien el niño,
en efecto, había
atribuido la castración de la mujer. La ternura y la hostilidad en el
tratamiento
del fetiche, que
respectivamente corren en igual sentido que la desmentida y la admisión de la
castración, se
mezclan en diferentes casos en proporciones desiguales, de suerte que una u
otra se dan a conocer
con mayor nitidez. A partir de aquí uno cree comprender, si bien a la
distancia, la
conducta del cortador de trenzas en quien ha esforzado hacia adelante
{vordrängen} la necesidad de escenificar la
castración que él desconoce. Su acción reúne en sí
las dos aseveraciones
recíprocamente inconciliables: la mujer ha conservado su pene, y el
padre ha castrado a
la mujer. Otra variante, pero que al mismo tiempo constituiría un paralelo
del fetichismo en la
psicología de los pueblos, sería la costumbre de los chinos de mutilar
primero el pie
femenino para luego venerar a lo mutilado como a un fetiche. Se creería que el
hombre chino quiere
agradecer a la mujer haberse sometido a la castración.
Para concluir, es
lícito formular este enunciado: el modelo normal del fetiche es el pene del
varón, así como ese
órgano inferior, el pequeño pene real de la mujer, el clítoris.
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