Freud, S. - Los vasallajes del yo



Sírvanos de disculpa el carácter enmarañado de nuestro asunto: ninguno de los títulos coincide enteramente con el contenido del capítulo y cada vez que queremos estudiar nuevos nexos volvemos de continuo a lo ya tratado.

Así, ya dijimos repetidamente que el yo se forma en buena parte desde identificaciones que toman el relevo de investiduras del ello, resignadas; que las primeras de estas identificaciones se comportan regularmente como una instancia particular dentro del yo, se contraponen al yo como superyó, en tanto que el yo fortalecido, más tarde, acaso ofrezca mayor resistencia {Resistenz} a tales influjos de identificación. El superyó debe su posición particular dentro del yo o respecto de él a un factor que se ha de apreciar desde dos lados. El primero: es la identificación inicial, ocurrida cuando el yo era todavía endeble; y el segundo: es el heredero del complejo de Edipo, y por tanto introdujo en el yo los objetos más grandiosos. En cierta medida es a las posteriores alteraciones del yo lo que la fase sexual primaria de la infancia es a la posterior vida sexual tras la pubertad. Es accesible, sin duda, a todos los influjos que puedan sobrevenir más tarde; no obstante, conserva a lo largo de la vida su carácter de origen, proveniente del complejo paterno: la facultad de contraponerse al yo y dominarlo. Es el monumento recordatorio de la endeblez y dependencia en que el yo se encontró en el pasado, y mantiene su imperio aun sobre el yo maduro. Así como el niño estaba compelido a obedecer a sus progenitores, de la misma manera el yo se somete al imperativo categórico de su superyó.

Ahora bien, descender de las primeras investiduras de objeto del ello, y por tanto del complejo de Edipo, significa para el superyó algo más todavía. Como ya hemos consignado, lo pone en relación con las adquisiciones filogenéticas del ello y lo convierte en reencarnación de anteriores formaciones yoicas, que han dejado sus sedimentos en el ello. Por eso el superyó mantiene duradera afinidad con el ello, y puede subrogarlo frente al yo. Se sumerge profundamente en el ello, en razón de lo cual está más distanciado de la conciencia que el yo.
Lo mejor para apreciar estos nexos será volver sobre ciertos hechos clínicos que desde hace mucho tiempo han dejado de ser una novedad, pero todavía aguardan su procesamiento en la teoría.

Hay personas que se comportan de manera extrañísima en el trabajo analítico. Si uno les da esperanza y les muestra contento por la marcha del tratamiento, parecen insatisfechas y por regla general su estado empeora. Al comienzo, se lo atribuye a desafío, y al empeño por demostrar su superioridad sobre el médico. Pero después se llega a una concepción más profunda y justa. Uno termina por convencerse no sólo de que estas personas no soportan elogio ni reconocimiento alguno, sino que reaccionan de manera trastornada frente a los progresos de la cura. Toda solución parcial, cuya consecuencia debiera ser una mejoría o una suspensión temporal de los síntomas, como de hecho lo es en otras personas, les provoca un refuerzo momentáneo de su padecer; empeoran en el curso del tratamiento, en vez de mejorar. Presentan la llamada reacción terapéutica negativa.

No hay duda de que algo se opone en ellas a la curación, cuya inminencia es temida como un peligro. Se dice que en estas personas no prevalece la voluntad de curación, sino la necesidad de estar enfermas. Analícese esta resistencia de la manera habitual, réstensele la actitud de desafío frente al médico, la fijación a las formas de la ganancia de la enfermedad; persistirá, no obstante, en la mayoría de los casos, Y este obstáculo para el restablecimiento demuestra ser el más poderoso; más que los otros con que ya estamos familiarizados: la inaccesibilidad narcisista, la actitud negativa frente al médico y el aferramiento a la ganancia de la enfermedad.

Por último, se llega a la intelección de que se trata de un factor por así decir «moral», de un sentimiento de culpa que halla su satisfacción en la enfermedad y no quiere renunciar al castigo del padecer. A este poco consolador esclarecimiento es lícito atenerse en definitiva. Ahora bien, ese sentimiento de culpa es mudo para el enfermo, no le dice que es culpable; él no se siente culpable, sino enfermo. Sólo se exterioriza en una resistencia a la curación, difícil de reducir. Además, resulta particularmente trabajoso convencer al enfermo de que ese es un motivo de su persistencia en la enfermedad; él se atendrá a la explicación más obvia, a saber, que la cura analítica no es el medio correcto para sanarlo.

Lo aquí descrito se aplica a los fenómenos más extremos pero es posible que cuente, en menor medida, para muchísimos casos de neurosis grave, quizá para todos. Y más todavía: quizás es justamente este factor, la conducta del ideal del yo, el que decide la gravedad de una neurosis. Por eso no rehuiremos algunas otras puntualizaciones sobre el modo en que el sentimiento de culpa se exterioriza en diversas condiciones.

El sentimiento de culpa normal, conciente (conciencia moral), no ofrece dificultades a la interpretación; descansa en la tensión entre el yo y el ideal del yo, es la expresión de una condena del yo por su instancia crítica. Quizá no diverjan mucho de él los notorios sentimientos de inferioridad de los neuróticos. En dos afecciones que nos resultan ya familiares, el sentimiento de culpa es conciente {notorio} de manera hiperintensa; el ideal del yo muestra en ellas una particular severidad, y se abate sobre el yo con una furia cruel. Pero la conducta del ideal del yo presenta entre ambos estados, la neurosis obsesiva y la melancolía, además de la señalada concordancia, divergencias que no son menos significativas.

En la neurosis obsesiva (en algunas formas de ella), el sentimiento de culpa es hiperexpreso, pero no puede justificarse ante el yo. Por eso el yo del enfermo se revuelve contra la imputación de culpabilidad, y demanda al médico le ratifique su desautorización de esos sentimientos de culpa. Sería insensato ceder a ello, pues de nada serviría. El análisis muestra, en efecto, que el superyó está influido por procesos de que el yo no se ha percatado {unbekennen}. Pueden descubrirse, efectivos y operantes, los impulsos reprimidos que son el fundamento del sentimiento de culpa. En este caso, el superyó ha sabido más que el yo acerca del ello inconciente {no sabido}.

En el caso de la melancolía es aún más fuerte la impresión de que el superyó ha arrastrado hacia sí a la conciencia. Pero aquí el yo no interpone ningún veto, se confiesa {bekennen} culpable y se somete al castigo. Comprendemos esta diferencia. En la neurosis obsesiva se trataba de mociones repelentes que permanecían fuera del yo; en la melancolía, en cambio, el objeto, a quien se dirige la cólera del superyó, ha sido acogido en el yo por identificación.

Es cierto que no resulta evidente sin más que en estas dos afecciones neuróticas el sentimiento de culpa haya de alcanzar una intensidad tan extraordinaria; pero el principal problema que plantea esta situación reside en otro lugar. Posponemos su elucidación hasta considerar los otros casos, aquellos en que el sentimiento de culpa permanece inconciente.

Esto ocurre esencialmente en la histeria y en estados de tipo histérico. El mecanismo del permanecer-inconciente es aquí fácil de colegir. El yo histérico se defiende de la percepción penosa con que lo amenaza la crítica de su superyó de la misma manera como se defendería de una investidura de objeto insoportable: mediante un acto de represión. Se debe al yo, entonces, que el sentimiento de culpa permanezca inconciente. Sabemos que el yo suele emprender las represiones al servicio y por encargo de su superyó; pero he aquí un caso en que se vale de esa misma arma contra su severo amo. En la neurosis obsesiva, como es notorio, prevalecen los fenómenos de la formación reactiva; aquí [en la histeria] el yo sólo consigue mantener lejos el material a que se refiere el sentimiento de culpa.

Uno puede dar un paso más y aventurar esta premisa: gran parte del sentimiento de culpa tiene que ser normalmente inconciente, porque la génesis de la conciencia moral se enlaza de manera íntima con el complejo de Edipo, que pertenece al inconciente. Sí alguien quisiera sostener la paradójica tesis de que el hombre normal no sólo es mucho más inmoral de lo que cree, sino mucho más moral de lo que sabe, el psicoanálisis, en cuyos descubrimientos se apoya la primera mitad de la proposición, tampoco tendría nada que objetar a la segunda.
Fue una sorpresa hallar que un incremento de este sentimiento de culpa icc puede convertir al ser humano en delincuente. Pero sin duda alguna es así. En muchos delincuentes, en particular los juveniles, puede pesquisarse un fuerte sentimiento de culpa que existía antes del hecho (y por lo tanto no es su consecuencia, sino su motivo), como si se hubiera sentido un alivio al poder enlazar ese sentimiento inconciente de culpa con algo real y actual.

En todas estas constelaciones, el superyó da pruebas de su independencia del yo conciente y de sus íntimos vínculos con el ello inconciente. Ahora bien, teniendo en vista la significatividad que atribuimos a los restos preconcientes de palabra en el yo, surge una pregunta: el superyó, toda vez que es icc, ¿consiste en tales representaciones-palabra, o en qué otra cosa? La respuesta prudente sería que el superyó no puede desmentir que proviene también de lo oído, es sin duda una parte del yo y permanece accesible a la conciencia desde esas representaciones-palabra (conceptos, abstracciones), pero la energía de investidura no les es aportada a estos contenidos del superyó por la percepción auditiva, la instrucción, la lectura, sino que la aportan las fuentes del ello.

La pregunta cuya respuesta habíamos pospuesto: ¿Cómo es que el superyó se exterioriza esencialmente como sentimiento de culpa (mejor: como crítica; «sentimiento de culpa» es la percepción que corresponde en el yo a esa crítica), y así despliega contra el yo una dureza y severidad tan extraordinarias? Si nos volvemos primero a la melancolía, hallamos que el superyó hiperintenso, que ha arrastrado hacia sí a la conciencia, se abate con furia inmisericorde sobre el yo, como sí se hubiera apoderado de todo el sadismo disponible en el individuo. De acuerdo con nuestra concepción del sadismo, diríamos que el componente destructivo se ha depositado en el superyó y se ha vuelto hacia el yo. Lo que ahora gobierna en el superyó es como un cultivo puro de la pulsión de muerte, que a menudo logra efectivamente empujar al yo a la muerte, cuando el yo no consiguió defenderse antes de su tirano mediante el vuelco a la manía.

En determinadas formas de la neurosis obsesiva los reproches de la conciencia moral son igualmente penosos y martirizadores, pero la situación es aquí menos trasparente. Es digno de notarse que, por oposición a lo que ocurre en la melancolía, el neurótico obsesivo nunca llega a darse muerte; es como inmune al peligro de suicidio, está mucho mejor protegido contra él que el histérico. Lo comprendemos: es la conservación del objeto lo que garantiza la seguridad del yo. En la neurosis obsesiva, una regresión a la organización pregenital hace posible que los impulsos de amor se traspongan en impulsos de agresión hacia el objeto. A. raíz de ello, la pulsión de destrucción queda liberada y quiere aniquilar al objeto, o al menos hace como si tuviera ese propósito. El yo no acoge esas tendencias, se revuelve contra ellas con formaciones reactivas y medidas precautorias; permanecen, entonces, en el ello. Pero el superyó se comporta como si el yo fuera responsable de ellas, y al mismo tiempo nos muestra, por la seriedad con que persigue a esos propósitos aniquiladores, que no se trata de una apariencia provocada por la regresión, sino de una efectiva sustitución de amor por odio. Desvalido hacia ambos costados, el yo se defiende en vano de las insinuaciones del ello asesino y de los reproches de la conciencia moral castigadora. Consigue inhibir al menos las acciones más groseras de ambos; el resultado es, primero, un automartirio interminable y, en el ulterior desarrollo, una martirización sistemática del objeto toda vez que se encuentre a tiro.

Las peligrosas pulsiones de muerte son tratadas de diversa manera en el individuo: en parte se las torna inofensivas por mezcla con componentes eróticos, en parte se desvían hacia afuera como agresión, pero en buena parte prosiguen su trabajo interior sin ser obstaculizadas. Ahora bien, ¿cómo es que en la melancolía el superyó puede convertirse en una suerte de cultivo puro de las pulsiones de muerte?

Desde el punto de vista de la limitación de las pulsiones, esto es, de la moralidad, uno puede decir: El ello es totalmente amoral, el yo se empeña por ser moral, el superyó puede ser hipermoral y, entonces, volverse tan cruel como únicamente puede serlo el ello. Es asombroso que el ser humano, mientras más limita su agresión hacia afuera, tanto más severo -y por ende más agresivo- se torna en su ideal del yo. A la consideración ordinaria le parece lo inverso: ve en el reclamo del ideal del yo el motivo que lleva a sofocar la agresión. Pero el hecho es tal como lo hemos formulado: Mientras más un ser humano sujete su agresión, tanto más aumentará la inclinación de su ideal a agredir a su yo. Es como un descentramiento {desplazamiento}, una vuelta {revolución} hacia el yo propio. Ya la moral normal, ordinaria, tiene el carácter de dura restricción, de prohibición cruel. Y de ahí proviene, a todas luces, la concepción de un ser superior inexorable en el castigo.

Llegado a este punto, no puedo seguir elucidando estas constelaciones sin introducir un supuesto nuevo. El superyó se ha engendrado, sin duda, por una identificación con el arquetipo, paterno. Cualquier identificación de esta índole tiene el carácter de una desexualización o, aun, de una sublimación. Y bien; parece que a raíz de una tal trasposición se produce también una desmezcla de pulsiones. Tras la sublimación, el componente erótico ya no tiene más la fuerza para ligar toda la destrucción aleada con él, y esta se libera como inclinación de agresión y destrucción. Sería de esta desmezcla, justamente, de donde el ideal extrae todo el sesgo duro y cruel del imperioso deber-ser.

Agreguemos todavía una breve consideración sobre la neurosis obsesiva. En ella las constelaciones son diferentes. La desmezcla del amor en agresión no se ha producido por una operación del yo, sino que es la consecuencia de una regresión consumada en el ello. Mas este proceso ha desbordado desde el ello sobre el superyó, que ahora acrecienta su severidad contra el yo inocente. Pero, en los dos casos [neurosis obsesiva y melancolía], el yo, que ha dominado a la libido mediante identificación, sufriría a cambio, de parte del superyó, el castigo por medio de la agresión entreverada con la libido.

Nuestras representaciones sobre el yo comienzan a aclararse, y a ganar nitidez sus diferentes nexos. Ahora vemos al yo en su potencia y en su endeblez. Se le han confiado importantes funciones, en virtud de su nexo con el sistema percepción establece el ordenamiento temporal de los procesos anímicos y los somete al examen de realidad. Mediante la interpolación de los procesos de pensamiento consigue aplazar las descargas motrices y gobierna los accesos a la motilidad. Este último gobierno es, por otra parte, más formal que fáctico; con respecto a la acción, el yo tiene una posición parecida a la de un monarca constitucional sin cuya sanción nada puede convertirse en ley, pero que lo piensa mucho antes de interponer su veto a una propuesta del Parlamento. El yo se enriquece a raíz de todas las experiencias de vida que le vienen de afuera; pero el ello es su otro mundo exterior, que él procura someter. Sustrae libido al ello, trasforma las investiduras de objeto del ello en conformaciones del yo. Con ayuda del superyó, se nutre, de una manera todavía oscura para nosotros, de las experiencias de la prehistoria almacenadas en el ello.

Hay dos caminos por los cuales el contenido del ello puede penetrar en el yo. Uno es el directo, el otro pasa a través del ideal del yo; y acaso para muchas actividades anímicas sea decisivo que se produzcan por uno u otro de estos caminos. El yo se desarrolla desde la percepción de las pulsiones hacia su gobierno sobre estas, desde la obediencia a las pulsiones hacia su inhibición. En esta operación participa intensamente el ideal del yo, siendo, como lo es en parte, una formación reactiva contra los procesos pulsionales del ello. El psicoanálisis es un instrumento destinado a posibilitar al yo la conquista progresiva del ello.

Pero por otra parte vemos a este mismo yo como una pobre cosa sometida a tres servidumbres y que, en consecuencia, sufre las amenazas de tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó. Tres variedades de angustia corresponden a estos tres peligros, pues la angustia es la expresión de una retirada frente al peligro. Como ser fronterizo, el yo quiere mediar entre el mundo y el ello, hacer que el ello obedezca al mundo, y -a través de sus propias acciones musculares- hacer que el mundo haga justicia al deseo del ello. En verdad, se comporta como el médico en una cura analítica, pues con su miramiento por el mundo real se recomienda al ello como objeto libidinal y quiere dirigir sobre sí la libido del ello. No sólo es el auxiliador del ello; es también su siervo sumiso, que corteja el amor de su amo. Donde es posible, procura mantenerse avenido con el ello, recubre sus órdenes icc con sus racionalizaciones prcc, simula la obediencia del ello a las admoniciones de la realidad aun cuando el ello ha permanecido rígido e inflexible, disimula los conflictos del ello con la realidad y, toda vez que es posible, también los conflictos con el superyó Con su posición intermedia entre ello y realidad sucumbe con harta frecuencia a la tentación de hacerse adulador, oportunista y mentiroso, como un estadista que, aun teniendo una mejor intelección de las cosas, quiere seguir contando empero con el favor de la opinión pública.

No se mantiene neutral entre las dos variedades de pulsiones. Mediante su trabajo de identificación y de sublimación, presta auxilio a las pulsiones de muerte para dominar a la libido, pero así cae en el peligro de devenir objeto de las pulsiones de muerte y de sucumbir él mismo. A fin de prestar ese auxilio, él mismo tuvo que llenarse con libido, y por esa vía deviene subrogado del Eros y ahora quiere vivir y ser amado.

Pero como su trabajo de sublimación tiene por consecuencia una desmezcla de pulsiones y una liberación de las pulsiones de agresión dentro del superyó, su lucha contra la libido lo expone al peligro del maltrato y de la muerte. Si el yo padece o aun sucumbe bajo la agresión del superyó, su destino es un correspondiente del de los protistas, que perecen por los productos catabólicos que ellos mismos han creado. En el sentido económico, la moral actuante en el superyó nos aparece como uno de estos productos catabólicos.

Entre los vasallajes del yo, acaso el más interesante es el que lo somete al superyó.

El yo es el genuino almácigo de la angustia. Amenazado por las tres clases de peligro, el yo desarrolla el reflejo de huida retirando su propia investidura de la percepción amenazadora, o del proceso del ello estimado amenazador, y emitiendo aquella como angustia. Esta reacción primitiva es relevada más tarde por la ejecución de investiduras protectoras (mecanismo de las fobias). No se puede indicar qué es lo que da miedo al yo a raíz del peligro exterior o del peligro libidinal en el ello; sabemos que es su avasallamiento o aniquilación, pero analíticamente no podemos aprehenderlo. El yo obedece, simplemente, a la puesta en guardia del principio de placer. En cambio, puede enunciarse lo que se oculta tras la angustia del yo frente al superyó -la angustia de la conciencia moral-. Del ser superior que devino ideal del yo pendió una vez la amenaza de castración, y esta angustia de castración es probablemente el núcleo en corno del cual se depositó la posterior angustia de la conciencia moral; ella es la que se continúa como angustia de la conciencia moral.

La sonora frase «Toda angustia es en verdad angustia ante la muerte» difícilmente posea un sentido y, en todo caso, no se la puede justificar. Más bien me parece enteramente correcto separar la angustia de muerte de la angustia de objeto (realista) y de la angustia libidinal neurótica. Aquella plantea un serio problema al psicoanálisis, pues «muerte» es un concepto abstracto de contenido negativo para el cual no se descubre ningún correlato inconciente. El único mecanismo posible de la angustia de muerte sería que el yo diera de baja en gran medida a su investidura libidinal narcisista, y por tanto se resignase a sí mismo tal como suele hacerlo, en caso de angustia, con otro objeto. Opino que la angustia de muerte se juega entre el yo y el superyó.

Tenemos noticia de la emergencia de angustia de muerte bajo dos condiciones, totalmente análogas, por lo demás, a las del desarrollo ordinario de angustia: como reacción frente a un peligro exterior y como proceso interno, por ejemplo en la melancolía. El caso neurótico puede ayudarnos, también aquí, a inteligir el objetivo {real}.

La angustia de muerte de la melancolía admite una sola explicación, a saber, que el yo se resigna a sí mismo porque se siente odiado y perseguido por el superyó, en vez de sentirse amado. En efecto, vivir tiene para el yo el mismo significado que ser amado: que ser amado por el superyó, que también en esto se presenta como subrogado del ello.

El superyó subroga la misma función protectora y salvadora que al comienzo recayó sobre el padre, y después sobre la Providencia o el Destino. Ahora bien, el yo no puede menos que extraer la misma conclusión cuando se encuentra en un peligro objetivo desmedidamente grande, que no cree poder vencer con sus propias fuerzas. Se ve abandonado por todos los poderes protectores, y se deja morir. Por lo demás, esta situación sigue siendo la misma que estuvo en la base del primer gran estado de angustia del nacimiento y de la angustia infantil de añoranza: la separación de la madre protectora.
De acuerdo con estas exposiciones, pues, la angustia de muerte puede ser concebida, lo mismo que la angustia de la conciencia moral, como un procesamiento de la angustia de castración. Dada la gran sígnificatividad que el sentimiento de culpa tiene para las neurosis, no puede desecharse que en los casos graves la angustia neurótica común experimente un refuerzo por el desarrollo de angustia entre yo y superyó (angustia de castración, de la conciencia moral, de muerte) .

 El ello, a quien nos vemos reconducidos al final, no tiene medio alguno para testimoniar amor u odio al yo. Ello no puede decir lo que ello quiere; no ha consumado ninguna voluntad unitaria. Eros y pulsión de muerte luchan en el ello; dijimos ya con qué medios cada una de estas pulsiones se defiende de la otra. Podríamos figurarlo como si el ello estuviera bajo el imperio de las mudas pero poderosas pulsiones de muerte, que tienen reposo y querrían llamar a reposo a Eros, el perturbador de la paz, siguiendo las señas del principio de placer; no obstante, nos preocupa que así subestimemos el papel de Eros.


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