Texto completo. Edición Amorrortu.
Nota introductoria
Desde hace tiempo hemos observado que toda neurosis tiene la
consecuencia, y por tanto probablemente la tendencia, de expulsar al enfermo de
la vida real, de enajenarlo de la realidad. Un hecho de esta naturaleza no
podía escapar a la observación de P. Janet; él habló de una pérdida «de la
fonction du réel» {«de la función de lo real»} como rasgo particular de los
neuróticos, pero lo hizo sin establecer el nexo de esta perturbación con las
condiciones básicas de la neurosis.
El introducir el proceso de la represión {esfuerzo de desalojo y
suplantación} en la génesis de la neurosis nos ha permitido discernir ese nexo.
El neurótico se extraña de la realidad efectiva porque la encuentra -en su
totalidad o en algunas de sus partes- insoportable. El tipo más extremo de este
extrañamiento de la realidad objetiva nos lo muestran ciertos casos de psicosis
alucinatoria en los que debe ser desmentido el acontecimiento que provocó la
insanía (Griesinger). Ahora bien, eso es justamente lo mismo que hace todo
neurótico con una parcela de la realidad objetiva. Así, se nos impone la tarea
de investigar en su desarrollo la relación del neurótico, y en general del
hombre, con la realidad, y de tal modo incorporar el significado psicológico
del mundo exterior real-objetivo a la ensambladura de nuestras doctrinas.
Dentro de la psicología fundada en el psicoanálisis nos hemos habituado
a tomar como el punto de arranque los procesos psíquicos inconcientes, de cuyas
peculiaridades devenimos consabedores por el análisis. Los juzgamos los más
antiguos, los primarios, relictos de una fase del desarrollo en que ellos eran
la única clase de procesos anímicos. La tendencia principal a que estos
procesos primarios obedecen es fácil de discernir; se define como el principio
de placer-displacer (o, más brevemente, el principio de placer). Estos procesos
aspiran a ganar placer; y de los actos que pueden suscitar displacer, la
actividad psíquica se retira (represión). Nuestros sueños nocturnos, nuestra
tendencia de vigilia a esquivar las impresiones penosas, son restos del imperio
de ese principio y pruebas de su jurisdicción.
Retomo ilaciones de pensamiento que he desarrollado en otro lugar,
suponiendo ahora que el estado de reposo psíquico fue perturbado inicialmente
por las imperiosas exigencias de las necesidades internas. En ese caso, lo
pensado (10 deseado) fue puesto {setzen} de manera simplemente alucinatoria,
como todavía hoy nos acontece todas las noches con nuestros pensamientos
oníricos. Sólo la ausencia de la satisfacción esperada, el desengaño, trajo por
consecuencia que se abandonase ese intento de satisfacción por vía alucinatoria.
En lugar de él, el aparato psíquico debió resolverse a representar las
constelaciones reales del mundo exterior y a procurar la alteración real. Así
se introdujo un nuevo principio en la actividad psíquica; ya no se representó
lo que era agradable, sino lo que era real, aunque fuese desagradable.
Este establecimiento del principio de realidad resultó un paso grávido
de consecuencias.
1. En primer lugar, los nuevos requerimientos obligaron a una serie de
adaptaciones del aparato psíquico que nosotros, por tener un conocimiento
insuficiente o inseguro, sólo podemos señalar de manera en extremo sumaria.
Al aumentar la importancia de la realidad exterior cobró relieve también
la de los órganos sensoriales dirigidos a ese mundo exterior y de la conciencia
acoplada a ellos, que, además de las cualidades de placer y displacer (las
únicas que le interesaban hasta entonces), aprendió a capturar las cualidades
sensoriales. Se instituyó una función particular, la atención, que iría a
explorar periódicamente el mundo exterior a fin de que sus datos ya fueran
consabidos antes que se instalase una necesidad interior inaplazable. Esta
actividad sale al paso de las impresiones sensoriales en lugar de aguardar su
emergencia. Es probable que simultáneamente se introdujese un sistema de
registro que depositaría los resultados de esta actividad periódica de la
conciencia -una parte de lo que llamamos memoria-.
En lugar, de la represión, que excluía de la investidura a algunas de
las representaciones emergentes por generadoras de displacer, surgió el fallo
imparcial que decidiría si una representación determinada era verdadera o
falsa, vale decir, si estaba o no en consonancia con la realidad; y lo hacía
por comparación con las huellas mnémicas de la realidad.
La descarga motriz, que durante el imperio del principio de placer había
servido para aligerar de aumentos de estímulo al aparato anímico, y desempeñaba
esta tarea mediante inervaciones enviadas al interior del cuerpo (mímica,
exteriorizaciones de afecto), recibió ahora una función nueva, pues se la usó
para alterar la realidad con arreglo a fines. Se mudó en acción.
La suspensión, que se había hecho necesaria, de la descarga motriz (de
la acción) fue procurada por el proceso del pensar, que se constituyó desde el
representar. El pensar fue dotado de propiedades que posibilitaron al aparato
anímico soportar la tensión de estímulo elevada durante el aplazamiento de la
descarga. Es en lo esencial una acción tentativa con desplazamiento de
cantidades más pequeñas de investidura, que se cumple con menor expendio
(descarga) de estas. Para ello se requirió un trasporte de las investiduras
libremente desplazables a investiduras ligadas, y se lo obtuvo por medio de una
elevación en el nivel del proceso de investidura en su conjunto. Es probable
que en su origen el pensar fuera inconciente, en la medida en que se elevó por
encima del mero representar y se dirigió a las relaciones entre las impresiones
de objeto; entonces adquirió nuevas cualidades perceptibles para la conciencia
únicamente por la ligazón con los restos de palabra.
2. Una tendencia general de nuestro aparato anímico, que puede
reconducirse al principio económico del ahorro de gasto, parece exteriorizarse
en la pertinacia del aferrarse a las fuentes de placer de que se dispone y en
la dificultad con que se renuncia a ellas. Al establecerse el principio de
realidad, una clase de actividad del pensar se escindió; ella se mantuvo
apartada del examen de realidad y permaneció sometida únicamente al principio
de placer. Es el fantasear, que empieza ya con el juego de los niños y más
tarde, proseguido como sueños diurnos, abandona el apuntalamiento en objetos
reales.
3. El relevo del principio de placer por el
principio de realidad, con las consecuencias psíquicas que de él se siguen y
que en esta exposición esquemática hemos condensado en un único párrafo, en
verdad no se cumple de una sola vez ni simultáneamente en toda la línea. Pues
mientras este desarrollo se cumple en las pulsiones yoicas, las pulsiones sexuales
se desasen de él de manera muy sustantiva. Las pulsiones sexuales se comportan
primero en forma autoerótica, encuentran su satisfacción en el cuerpo propio;
de ahí que no lleguen a la situación de la frustración, -esa que obligó a
instituir el principio de realidad. Y cuando más tarde empieza en ellas el
proceso de hallazgo de objeto, este proceso experimenta pronto una prolongada
interrupción por obra del período de latencia, que pospone hasta la pubertad el
desarrollo sexual. Estos dos factores -autoerotismo y período de latencia-
tienen por consecuencia que la pulsión sexual quede suspendida en su plasmación
psíquica y permanezca más tiempo bajo el imperio del principio de placer, del
cual, en muchas personas, jamás puede sustraerse.
A raíz de estas constelaciones, se establece un vínculo más estrecho
entre la pulsión sexual y la fantasía, por una parte, y las pulsiones yoicas y
las actividades de la conciencia, por la otra. Tanto en las personas sanas
cuanto en las neuróticas este vínculo se nos presenta muy íntimo, aunque las
actuales consideraciones de psicología genética nos permiten discernirlo como
secundario. La eficacia continuada del autoerotismo hace posible que se
mantenga por tan largo tiempo en el objeto sexual la satisfacción momentánea y fantaseada,
más fácil, en lugar de la satisfacción real, pero que exige esfuerzo y
aplazamiento. La represión permanece omnipotente en el reino del fantasear;
logra inhibir representaciones in statu nascendi, antes que puedan hacerse
notables a la conciencia, toda vez que su investidura pueda dar ocasión al
desprendimiento de displacer. Este es el lugar más lábil de nuestra
organización psíquica; es el que puede ser aprovechado para llevar de nuevo
bajo el imperio del principio de placer procesos de pensamiento ya ajustados a
la ratio. Una parte esencial de la predisposición psíquica a la neurosis está
dada, según eso, por el retardo con que la pulsión sexual es educada para tomar
nota de la realidad y, además, por las condiciones que posibilitan ese retraso.
4. Así como el yo-placer no puede más que desear, trabajar por la
ganancia de placer y evitar el displacer, de igual modo el yo-realidad no tiene
más que aspirar a beneficios y asegurarse contra perjuicios. En verdad, la
sustitución del principio de placer por el principio de realidad no implica el
destronamiento del primero, sino su aseguramiento. Se abandona un placer
momentáneo, pero inseguro en sus consecuencias, sólo para ganar por el nuevo
camino un placer seguro, que vendrá después. Sin embargo, la impronta
endopsíquica de esta sustitución ha sido tan tremenda que se reflejó en un mito
religioso particular. La doctrina de la recompensa en el más allá por la
renuncia -voluntaria o impuesta- a los placeres terrenales no es sino la
proyección mítica de esta subversión psíquica. Las religiones, ateniéndose de
manera consecuente a este modelo, pudieron imponer la renuncia absoluta al
placer en la vid! a cambio del resarcimiento en una existencia futura; pero por
esta vía no lograron derrotar al principio de placer. La ciencia fue la primera
en conseguir ese triunfo, aunque ella brinda durante el trabajo también un
placer intelectual y promete una ganancia práctica final.
5. La educación puede describirse, sin más vacilaciones, como incitación
a vencer el principio de placer y a sustituirlo por el principio de realidad;
por tanto, quiere acudir en auxilio de aquel proceso de desarrollo en que se ve
envuelto el yo, y para este fin se sirve de los premios de amor por parte del
educador; por eso fracasa cuando el niño mimado cree poseer ese amor de todos
modos, y que no puede perderlo bajo ninguna circunstancia.
6. El arte logra por un camino peculiar una reconciliación de los dos
principios. El artista es originariamente un hombre que se extraña de la realidad
porque no puede avenirse a esa renuncia a la satisfacción pulsional que aquella
primero le exige, y da libre curso en la vida de la fantasía a sus deseos
eróticos y de ambición. Pero él encuentra el camino de regreso desde ese mundo
de fantasía a la realidad; lo hace, merced a particulares dotes, plasmando sus
fantasías en un nuevo tipo de realidades efectivas que los hombres reconocen
como unas copias valiosas de la realidad objetiva misma. Por esa vía se
convierte, en cierto modo, realmente en el héroe, el rey, el creador, el mimado
de la fortuna que querría ser, sin emprender para ello el enorme desvío que
pasa por la alteración real del mundo exterior. Ahora bien, sólo puede
alcanzarlo porque los otros hombres sienten la misma insatisfacción que él con
esa renuncia real exigida, porque esa insatisfacción que resulta de la
sustitución del principio de placer por el principio de realidad constituye a
su vez un fragmento de la realidad objetiva misma.
7. Mientras el yo recorre la trasmudación del yo-placer al yo-realidad,
las pulsiones sexuales experimentan aquellas modificaciones que las llevan
desde el autoerotismo inicial, pasando por diversas fases intermedias, hasta el
amor de objeto al servicio de la función de reproducir la especie. Si es cierto
que cada estadio de estas dos líneas de desarrollo puede convertirse en el
asiento de una predisposición a enfermar más tarde de neurosis, ello nos
sugiere hacer depender la decisión acerca de la forma que adquirirá después la
enfermedad (la elección de neurosis) de la fase del desarrollo del yo y de la
libido en la cual sobrevino aquella inhibición del desarrollo, predisponente.
Así, los caracteres temporales, aún no estudiados, de ambos desarrollos, y su
posible desplazamiento recíproco, cobran una significatividad insospechada.
8. El carácter más extraño de los procesos inconcientes (reprimidos), al
que cada indagador no se habitúa sino venciéndose a sí mismo con gran esfuerzo,
resulta enteramente del hecho de que en ellos el examen de realidad no rige para
nada, sino que la realidad del pensar es equiparada a la realidad efectiva
exterior, y el deseo, a su cumplimiento, al acontecimiento, tal como se deriva
sin más del imperio del viejo principio de placer. Por eso también es tan
difícil distinguir unas fantasías inconcientes de unos recuerdos que han
devenido inconcientes. Pero no hay que dejarse inducir al error de incorporar
en las formaciones psíquicas reprimidas la valoración de realidad objetiva y,
por ejemplo, menospreciar unas fantasías respecto de la formación de síntoma
por cuanto justamente no son realidades efectivas ningunas, o derivar de alguna
otra parte un sentimiento de culpa neurótico porque en la realidad efectiva no
pueda demostrarse que se cometió un delito. Tenemos la obligación de servirnos
de la moneda que predomina en el país que investigamos; en nuestro caso, de la
moneda neurótica. Inténtese, por ejemplo, solucionar un sueño como el que
sigue. Un hombre, que cuidó a su padre durante su larga y cruel enfermedad
letal, informa que en los meses que siguieron a su muerte soñó repetidas veces:
El padre estaba de nuevo con vida y hablaba con él como solía. Pero él se
sentía en extremo adolorido por el hecho de que el padre estuviese muerto, sólo
que no sabía. Ningún otro camino nos lleva a la comprensión de este sueño, que
parece absurdo, si no es el agregar «según el deseo del soñante» o «a causa de
su deseo» a las palabras «que el padre estuviese muerto», y el añadir «que él
[el soñante] lo deseaba» a las últimas palabras. El pensamiento onírico reza
entonces: Era para él un doliente recuerdo el haber tenido que desearle la
muerte a su padre (como liberación) cuando aún vivía, y cuán espantoso habría
sido que el padre lo sospechase. Se trata, pues, del conocido caso de los
autorreproches que siguen a la muerte de un deudo querido, y aquí ese reproche
se remonta hasta el significado infantil del deseo de muerte contra el padre.
Los defectos de este pequeño ensayo, más preparatorio que concluyente,
quizá sólo en escasa medida quedarán disculpados si los declaro inevitables. En
estos breves párrafos sobre las consecuencias psíquicas de la adaptación al
principio de realidad debí apuntar opiniones que de buen grado me habría
reservado y cuya justificación ciertamente no exigirá pocos esfuerzos. Confío,
no obstante, en que a los lectores de buena voluntad no se les escape el lugar
donde en este trabajo pueda comenzar el imperio del principio de realidad.
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